Page 62 - En el corazón del bosque
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—Increíble —exclamó Noah.
        —¿Qué? —quiso saber el viejo alzando la vista.
        —El  espejo.  Primero  era  yo,  luego  era  yo  un  poco  mayor,  después  un
      hombre y luego un viejo. ¿Es alguna clase de juego?
        —No, no es un juego —explicó el anciano, acercándose para contemplar su
      propio reflejo, que no cambió: continuó siendo un anciano; entonces, hablándole
      al espejo, añadió—: Basta ya, Charles. Vas a asustar al niño.
        Cuando  el  hombre  se  apartó,  Noah  observó  una  vez  más  su  imagen,
      expectante, pero no pasó nada. Sólo era su cara, la cara del Noah Barleywater de
      siempre: nada especial, nada espantoso, nada interesante que destacar.
        —Todavía no me has dicho por qué te fuiste —insistió el anciano volviendo a
      sentarse—. ¿Te maltrataban tus padres?
        —¡No! —se apresuró a decir Noah, ruborizándose—. No tiene nada que ver
      con eso.
        —Entonces me temo que no lo entiendo. Después de todo, cuando yo dejé a
      mi padre fue porque quería ser un gran corredor y, bueno, digamos que el tiempo
      corrió conmigo. Pero ¿y tú? No eres un corredor, ¿verdad?
        —Bueno, sé  correr  —contestó  Noah algo envarado—.  Gané  la  medalla de
      bronce en los quinientos metros durante la jornada de deportes de mi colegio, en
      mayo.
        —¿La de bronce, dices? ¿El tercer puesto?
        —El  tercer  puesto  está  bien,  creo  yo.  ¡Éramos  treinta!  No  hay  nada
      vergonzoso en quedar tercero.
        —Por supuesto que no —repuso el viejo—. Sólo que es un puesto al que no
      estoy acostumbrado.
        —Bueno  —dijo  Noah,  y  apartó  la  mirada,  no  muy  seguro  de  si  quería
      contárselo  todo  al  anciano  o  sentarse  en  un  rincón  y  ocultar  la  cara  entre  las
      manos—.  Mis  padres  nunca  han  sido  malos  conmigo  —añadió,  tratando  de
      controlar el doloroso sentimiento que recorría su cuerpo y buscaba una salida—.
      No me ha gustado que dijera eso.
        —Entonces te pido disculpas por haberlo dicho —contestó el anciano, y se
      sentó en un taburete de tres patas que apareció detrás de él justo a tiempo para
      que  no  cayera  redondo  al  suelo.  Volvió  a  empuñar  el  formón  y  continuó
      trabajando en su nueva marioneta.
        —No pasa nada —dijo Noah.
        Alzó la vista y sonrió un poco, y luego exhaló un profundo suspiro. Se miraron
      a  los  ojos  unos  instantes,  fijamente,  antes  de  que  Noah  apartara  la  vista  y
      volviera a abrir el cofre del artesano. Hurgó en el interior y sacó otra marioneta.
      Era  de  un  joven  apuesto  y  de  aspecto  algo  nervioso  que  llevaba  una  corona
      dorada en la cabeza.
        —¿Quién es?
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