Page 66 - En el corazón del bosque
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Lo que yo quiero saber es si eres fuerte.
        —¿Fuerte, majestad?
        —Exacto. ¿Crees que podrías correr con el peso de… hum, no sé… digamos
      de un ratón sobre los hombros?
        Me eché a reír, pero enmudecí cuando su expresión se volvió severa.
        —Sí, señora —contesté—. Podría hacerlo, sin duda.
        —¿Y de un gato?
        —Sin mayor dificultad.
        —¿Y de un perro?
        —Con un cocker spaniel no habría problema. Con un gran danés, no estoy tan
      seguro. Podría enlentecerme la marcha.
        La reina no pareció muy satisfecha con mi respuesta y resopló por la nariz de
      una forma que me recordó a un dragón.
        —¿Y con un chico a hombros? —preguntó al cabo de unos instantes.
        —¿Un chico, majestad?
        —¿Tienes que  repetir  todo  lo que  digo?  —refunfuñó,  fulminándome  con la
      mirada—. Un chico, sí, ya me has oído. ¿Podrías correr con un chico a hombros?
        Lo pensé un momento.
        —No sería tan rápido —contesté—, pero creo que podría.
        —Bien. Entonces espabila. Échate al príncipe a hombros y llévalo corriendo
      hasta Balmoral. Acabamos de invitar a uno de los hombres más listos de Europa
      a instalarse allí y formar a nuestro hijo en el arte de ser rey, y no hay tiempo que
      perder. El rey ya está medio muerto, en realidad.
        —Es  cierto  —confirmó  el  aludido  con  tristeza—.  Ni  siquiera  me
      correspondería estar aquí.
        —Y el chico tiene que estar preparado —insistió la reina—. Marchaos ya, y
      nada de entretenerse por el camino. —Indicó con un ademán que nos fuésemos,
      mientras el príncipe se encaramaba a mi espalda, y entonces la reina añadió—:
      Y  tráeme  mi  diario  de  las  tierras  altas.  Me  lo  dejé  allí  en  nuestras  últimas
      vacaciones y me gustaría añadir una nueva entrada.
        —Y mi rifle —gruñó el rey frunciendo las cejas—. Hay un ciervo nuevo en
      los jardines. Es un ejemplar magnífico, de belleza extraordinaria. Quiero cazarlo.
        El príncipe era más ligero de lo que había imaginado, y una vez me hube
      acostumbrado a su peso, descubrí que no me enlentecía demasiado. Me las apañé
      para llegar a Escocia al anochecer, y una vez allí, para mi sorpresa, el príncipe
      no quiso entrar en palacio sino que insistió en tenderse en la hierba a contemplar
      el cielo.
        —Mira —me dijo—, ésa es la Osa Mayor.
        —¿Dónde? —pregunté aguzando la mirada.
        —Ahí. Señala hacia el norte. ¿No la ves?
        —Ah, sí —respondí, y me alegré de distinguirla, pues nunca me había fijado
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