Page 108 - Vuelta al mundo en 80 dias
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Picaporte, en su alegría de tocar, por fin, tierra americana, creyó que debía desembarcar
                  dando un salto mortal del mejor estilo; pero, al dar en el suelo, que era de tablas
                  carcomidas, por poco lo atravesó. Desconcertado del modo con que se había apeado, dio un
                  grito formidable, que hizo volar una bandada de cuervos marinos y pelícanos, huéspedes
                  habituales de los muelles movedizos.

                  Tan luego como mister Fogg desembarcó, pregun-tó a qué hora salía el primer tren para
                  Nueva York. Le dijeron que a las seis de la tarde, y, por consiguiente, podía emplear un día
                  entero en la capital de Califomia. Hizo traer un coche para mistress Aouida y para él.
                  Picaporte montó en el pescante, y el vehículo a tres dólares por hora se dirigió al hotel
                  Internacional.

                  Desde el sitio elevado que ocupaba, Picaporte observaba con curiosidad la gran ciudad
                  americana: anchas calles; casas bajas bien alineadas; iglesias y templos de estilo gótico
                  anglo sajón; docks inmensos; depósitos como palacios, unos de madera, otros de ladrillo;
                  en las calles muchos coches, ómnibus, tranví-as y las aceras atestadas, no sólo de
                  americanos y euro-peos, sino de chinos e indianos con que componer una población de
                  doscientos mil habitantes.

                  Picaporte quedó bastante sorprendido de lo que veía, porque no tenía idea más que de la
                  antigua ciu-dad de 1849, población de bandidos, incendiarios y asesinos, que acudían a la
                  rebusca de pepitas, inmenso tropel de todos los miserables, donde se jugaba el polvo de oro
                  con revólver en una mano y navaja en la otra. Pero aquellos tiempos habían pasado, y San
                  Fran-cisco ofrecía el aspecto de una gran ciudad comercial. La elevada torre del
                  Ayuntamiento, donde vigilaban los guardias, dominaba todo aquel conjunto de calles y
                  avenidas cortadas a escuadra, y entre las cuales había plazas con jardines verdosos, y
                  después una ciudad china, que parecía haber sido importada del Celeste Imperio en un
                  joyero. Ya no había sombreros hongos, ni camisas coloradas a usanza de los buscadores de
                  oro, ni indios con plumas; sino sombreros de seda y levitas negras llevadas por una
                  multitud de caballeros, dotados de actividad devoradora. Ciertas calles, entre otras,
                  Montgommery Street, similar a la Regent Street

                  de Londres, al boulevard de los italianos de París, al Broadway en Nueva York estaban
                  llenas de espléndi-das tiendas que ofrecían en sus escaparates los pro-ductos del mundo
                  entero.

                  Cuando Picaporte llegó al hotel Internacional, no le parecía haber salido de Inglaterra.

                  El piso bajo del hotel estaba ocupado por un inmenso bar especie de "buffet", abierto
                  "gratis" para todo transeunte. Cecina, sopa de ostras, galletas y Chester, todo esto se
                  despachaba allí, sin que el con-sumídor tuviese que aflojar el bolsillo. Sólo pagaba la
                  bebida, ale, oporto o jerez, si tenía el capricho de beber; esto pareció muy americano a
                  Picaporte.

                  El restaurante del hotel era confortable. Mister Fogg y mistress Aouida se instalaron en una
                  mesa, y fueron abundantemente servidos en platos liliputien-ses, por unos negros del más
                  puro color de azabache.
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