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Y el clima cultural más apoyado por los medios de comunicación consiste en atacar al
                  modelo «elitista», abyecto y superado, del hombre racional occidental. Hoy día, quien
                  resiste esta andanada —que es la andanada del postpensamiento— está claramente en
                  apuros,  o  cuanto  menos  a  la  defensiva.  Hay  quien  teoriza  sobre  una  racionalidad
                  debilitada y hay quien finge que todavía susbsiste una racionalidad aun cuando no la
                  hay.  Es  cierto  que  para  quien  se  ocupa  de  la  democracia  y  se  precocupa  por  ella  es
                  difícil predicar un anti-racionalismo o un irracionalismo. Por tanto, en teoría política la
                  solución la encontramos en postular que el elector es racional por definición. En efecto,
                  si  la  racionalidad  del  elector  y,  por  consiguiente,  la  del  ciudadano,  consiste  en
                  «elecciones que maximizan la utilidad percibida», de esta definición (que es la de uso)
                  se deduce que el elector es siempre racional, dado que persigue siempre la obtención del
                  propio interés.


                     Si no lo hiciera así, si por ejemplo votase por ideales «desinteresados», es entonces
                  cuando sería irracional.


                     El  defecto  del  argumento  es  que  no  hay  racionalidad  alguna  en  una  elección  que
                  maximiza  la  utilidad  percibida.  Mis  intereses  los  puedo  plantear  mal  o  sólo  a  corto
                  plazo. Los utilitaristas clásicos, desde Bentharn a Mill, distinguían entre la utilidad bien
                  entendida  y  la  utilidad  mal  entendida:  la  utilidad  «racional»  era  sólo  la  primera.  Un
                  elector racional es, entonces, un elector que sabe elegir la utilidad bien entendida. Esto
                  replantea desde cero el problema que interrumpe la «racionalidad por definición». Por
                  ejemplo,  lo  que  me  sería  más  útil  inmediatamente  es  cobrar  sin  trabajar.  Pero  esta
                  percepción de mi interés es a cortísimo plazo, y enseguida se convierte en una utilidad
                  mal  entendida,  catastrófica  para  todos.  No  nos  hagamos  los  tontos:  racionalidad  es
                  formular una pregunta racional a la que sabemos dar una respuesta racional; y si no es
                  así, no lo es. Puesto que el elector vota sólo por su propio interés, incluso así para ser
                  racional  debe  dominar  el  problema  de  entender  inteligentemente  la  utilidad  que
                  persigue.

                     El  animal  racional  —vengo  observando—  o  es  despreciado  o  es  salvado
                  nominalmente. No menciono la tercera alternativa. Para los profetas del mundo digital y
                  de la cibernavegación el hecho de que los usuarios en la red, o de la red, sean seres
                  racionales no tiene la más mínima importancia.


                     Estos  profetas  saben  muy  poco  de  racionalidad;  y  además  ofrecen  algo  a  cambio:
                  una libertad casi infinita. Esta es la nueva cantinela. Ya que entre televisión, Internet y
                  ciberespacio, las opciones que se abren ante los cibernautas son, o serán, centenares,
                  miles, millones: tantas que es imposible contarlas. Ni siquiera tendremos que buscar los
                  programas  o  las  informaciones  que  queramos;  lo  hará  por  nosotros  el  navigator  (el
                  navegador).  Así  pues,  el  individuo  podrá  fácilmente  atender  cualquier  curiosidad  o
                  interés.
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