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2. ¿QUÉ CIUDADANO?
Nos tenemos que poner de acuerdo sobre la noción de ciudadano. En el sentido literal
del término, ciudadano (civis) es quien vive en la ciudad (civitas). En este caso
ciudadano es lo contrario de campesino, de quien vive en el campo, fuera de la ciudad.
Pero esta noción topológica, digámoslo así, de ciudadano no es la que nos interesa. Así
como no nos interesa la ciudadanía definida por un pasaporte. Nos interesa, en cambio,
la contraposición entre ciudadano y súbdito, y por ende la noción propiamente política
de ciudadano. El súbdito es un dominado, el que está aplastado por el poder, el que no
tiene ningún poder (de cara a su Señor o Soberano). El ciudadano, en cambio, es titular
de derechos en una ciudad libre que le permite ejercerlos. Mientras que el súbdito no
cuenta —ni siquiera tiene voz— el ciudadano cuenta: tiene voz, vota y participa, o por
lo menos tiene el derecho de participar en la gestión de la res publica. Pero el ciudadano
así definido todavía no es un ciudadano «demo-potente» que ejerce el poder
personalmente. Esta diferencia pasa en gran medida desapercibida, y sin embargo es una
diferencia crítica. El ciudadano de la democracia representativa vota para elegir a las
personas que irán a deliberar. En algunas ocasiones (el referéndum) vota también sobre
issues, es decir, decide sobre cuestiones. Pero en la democracia representativa el
referéndum es un instrumento decisional subsidiario. Si no fuese así, la democracia
representativa ya no sería tal y se convertiría, precisamente, en una democracia
referendaria, es decir, en una democracia directa.
Esta transición de una democracia indirecta a una directa se presenta como una
transformación de estructuras. Pero es mucho más que esto. Porque postula una
concomitante transformación del ciudadano. El ciudadano al que sólo, o sobre todo, se
le pide que elija un representante, es sustituido por un ciudadano reforzado, un hiper-
ciudadano, al que se le pide que sea un juez de méritos, un ciudadano que decide sobre
el mérito. La teoría de la democracia directa presupone, por tanto, la transformación del
ciudadano puro y simple en el hiper-ciudadano que debe —debería— conocer las
cuestiones sobre las que decide y ser en cierta medida competente en las materias
asignadas a su competencia. Sobre este presupuesto —que por lo demás es una
condición necesaria— la teoría de la democracia directa es majestuosamente
latitante.Pero el hecho sigue siendo que sin el hiper-ciudadano una democracia directa
no puede funcionar (o se hace muy disfuncional). Miremos a nuestro alrededor. ¿Vemos
emerger nuevos ciudadanos que estén a la altura de las nuevas tareas? Seguramente no.
Mientras la teoría postula la belleza del «directismo» y de la «democracia continua» (va
llegaré a ella), la realidad está produciendo la desaparición del ciuda1ano que bien o
mal teníamos, es decir. su degradación a hipo-ciudadano. Y seguramente es así. porque
es seguro que el horno videns se traduce en un ciudadano que cada vez sabe menos de
los asuntos públicos, es decir, de los asuntos que le habilitan para la ciudadanía. En este
libro el debilitamiento del ciudadano se ha localizado en el contexto de una pérdida
progresiva de autonomía de la opinión pública (vid. supra, pág. 73 y sigs.).