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En una investigación dirigida por Alfredo Carlo Moro, promovida por la Presidencia del
Consejo y publicada en 1997 (su título es Un volto o una maschera, Un rostro o una
máscara), se lee que para los cinco millones de niños italianos de entre cero y diez años
las vías para la «construcción de la identidad» están en peligro. Están en peligro porque
sus padres son incapaces de decir que no, tratan a sus niños como a iguales, y de esta
forma crían pequeños tiranos de hojaldre que cuando se hacen grandes no son capaces
de soportar el choque con la realidad. Noto, por lo demás, la siguiente cosa extraña: al
condenar a los padres la investigación en cuestión absuelve a la televisión. Después de
haber constatado que la televisión absorbe gran parte del tiempo libre doméstico, el
informe declara que «no se trata de demonizarla», porque también es verdad que abre al
niño «a imágenes, experiencias y emociones bastante superiores a las que los niños
viven en su ambiente».
El que esta súper excitación prematura sea beneficiosa está por verse. Pero me quedo de
piedra al leer que el peligro representado por la televisión y el ordenador es que los
niños se transformen en pequeños monstruos «con la cabeza de Einstein y el cuerpo de
un pollito». ¿Con la cabeza de Einstein? Si acaso la de Bill Gates. Y a decir verdad, lo
más probable es que en ese cuerpo de pollito se injerte a su vez una cabeza de pollito.
Sea como sea, la cuestión sigue siendo que también los padres del «siempre sí» (que
incluye el sí al tele-ver durante horas y horas) contribuyen a crear a ese niño mimado
que se convierte en adulto invertebrado.
Sigamos adelante. En este libro insisto en que el vídeo-niño está marcado de por vida
por una predisposición al juego. Una tesis ésta que veo también muy confirmada por los
experimentos sobre el denominado «hipertexto». En la cultura del libro el desarrollo del
discurso es lineal, lo cual significa que el libro enseña consecutio, coherencia de
argumentación, o por lo menos construcción consecutiva de los argumentos. El
hipertexto en cambio es un texto interactivo que acompaña el texto escrito con sonidos,
colores, figuras, gráficos, animaciones. Y su característica central es que ya no tiene
consecutio: el usuario lo puede recorrer en el orden que prefiera, es decir sin orden (y la
elección es más fácil). Por ahora todavía estamos, en cuestión de hipertexto, en una fase
experimental sobre la cual nos informa Anna Oliverio Ferraris (1998, págs. 62-65). Los
experimentos a los que alude han sido llevados a cabo en escuelas de enseñanza
primaria, y el resultado que se ha obtenido es que los niños «aun siendo activos y
estando satisfechos de interactuar con el ordenador, ignoraron gran parte de los textos
escritos [...] mientras que afrontaron las “pruebas de verificación” como si fuesen
juegos [...] Como media los niños “jugaron” 96 minutos de los 300 que tenían a su
disposición... Esto significa que en su navegación los niños perdieron gran parte de los
contenidos del programa».
Oliverio Ferraris es, quede esto claro, partidaria del hipertexto (hasta el punto de
proponer transformar al niño-lector en niño-autor). Sin embargo, reconoce que en el
experimento «los niños fueron absorbidos casi completamente por la navegación», que
la «presencia del material filmado y de las pruebas de verificación, consideradas
“juegos”, constituyó la gran atracción», y concluye con esta advertencia: «Existe el
riesgo de que el usuario no experto se pierda en la masa de informaciones disponibles, y
que dé vueltas en el vacío»; de la misma forma que existe «el riesgo, que no hay que
infravalorar, de obtener un aprendizaje fragmentario carente de coordenadas generales y
sin trabajo de síntesis». Hablando de riesgo uno no se equivoca nunca. Pero yo soy
incauto, y para mí ese riesgo es una certeza. Y la primera convicción que extraigo de lo