Page 113 - El Misterio de Salem's Lot
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—Sí.
—«Y cualquier cosa que por allí apareciera, aparecía sola» —citó Ben en voz
baja—. Tú me has preguntado de qué trataba mi libro. Esencialmente es sobre la
capacidad de recurrencia del mal.
Susan apoyó ambas manos en el brazo de él.
—No pensarás que a Ralphie Glick...
—¿Se lo tragó el espíritu vengativo de Hubert Marsten, que resucita cada tres
años cuando hay luna llena?
—Algo así.
—Si lo que quieres es que te tranquilicen, te has equivocado de persona. No te
olvides de que soy el niño que abrió la puerta de ese dormitorio y vio a Hubie
colgado de una viga.
—Eso no es una respuesta.
—No, claro que no. Permíteme que te cuente otra cosa antes de decirte
exactamente lo que pienso. Fue algo que dijo Minella Corey. Dijo que en el mundo
hay hombres malos, verdaderamente malignos. A veces sabemos algo de ellos, pero
suelen actuar en el secreto más absoluto. Dijo que ella había sufrido la maldición de
conocer a dos hombres así en su vida. Uno era Adolf Hitler; el otro, su cuñado Hubert
Marsten. —Ben hizo una pausa—. Dijo que el día que Hubie disparó sobre su
hermana, ella estaba en Cape Cod, a casi quinientos kilómetros de distancia. Ese
verano estaba trabajando como ama de llaves para una familia rica, y en aquel
momento estaba preparando una ensalada en un tazón de madera. Eran las dos y
cuarto de la tarde, cuando un dolor súbito e intenso, «como un relámpago>, le
atravesó la cabeza, y oyó el estampido de un disparo. Minella afirma que se cayó al
suelo y que cuando se recuperó (estaba sola en la casa) habían pasado veinte minutos.
Miró dentro de la ensaladera y dio un grito: estaba llena de sangre.
—Dios —murmuró Susan.
—Un momento después todo había vuelto a la normalidad. La cabeza no le dolía,
en la ensaladera no había más que ensalada. Pero ella dice que supo... supo... que su
hermana había muerto asesinada de un balazo.
—¿Ésa es la historia que ella cuenta?
—Es una historia, sí. Pero ella no es una embustera; es una pobre vieja a quien ya
no le quedan sesos para mentir. Sin embargo no es eso lo que me preocupa, o no
tanto, por lo menos. Ya hay datos suficientes sobre percepción extrasensorial como
para que, si uno quiere reírse de ella, lo haga por su cuenta y riesgo. La idea de que
Birdie transmitiera la noticia de su propia muerte a casi quinientos kilómetros de
distancia en una especie de telegrafía psíquica no me resulta, ni mucho menos, tan
increíble como el rostro del mal, ese rostro monstruoso que a veces me parece ver
que se dibuja en la estructura de esa casa.
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