Page 260 - El Misterio de Salem's Lot
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Susan cruzó los dedos para que él pudiera apoyarse y mirar por entre las tablillas
rotas el destartalado salón de la casa de los Marsten. El chico vio un desierto salón
rectangular con el suelo cubierto por una espesa alfombra de polvo (sobre la cual
aparecían huellas de muchas pisadas), el empapelado desprendido, dos o tres viejos
sillones, una mesa coja. Los ángulos superiores de la habitación, cerca del techo,
estaban festoneados de telarañas.
Antes de que Susan pudiera oponerse, Mark había forzado el gancho que cerraba
la ventana empujándolo con el extremo más grueso de su estaca. Las dos piezas
enmohecidas del seguro cayeron al suelo y, con un chirrido, los postigos se abrieron
un par de centímetros hacia fuera.
—¡Eh! —protestó Susan—. No hagas eso.
—¿Y qué quieres que hagamos, tocar el timbre?
El chico plegó hacia atrás el postigo de la derecha y rompió uno de los sucios
cristales, cuyos trozos cayeron hacia dentro con un tintineo. El miedo se apoderó de
Susan, llenándole la boca de un regusto metálico.
—Estamos a tiempo de escapar —dijo la muchacha casi para sí.
Él la miró, sin que sus ojos reflejaran desdén alguno; sólo una seriedad y un
miedo tan intensos como los de ella.
—Si tienes que irte, vete —le dijo.
—No tengo que irme. —Susan procuró tragarse el nudo que le obstruía la
garganta—. Pero date prisa.
Mark retiró los trozos de vidrio que quedaban del cristal roto, se pasó la estaca a
la otra mano y después retiró la traba de la ventana, que gimió levemente mientras él
la levantaba.
Los dos se quedaron mirando la ventana sin decir palabra. Después ella dio un
paso, abrió del todo el postigo de la derecha y apoyó las manos sobre el alféizar
astillado, preparándose para trepar. El miedo era tan intenso que le producía náuseas.
Por fin entendía lo que había sentido Matt Burke mientras subía las escaleras de su
casa para hacer frente a lo que le esperaba en el cuarto de huéspedes.
Susan siempre había entendido el miedo mediante una sencilla ecuación: miedo =
desconocido. Y para resolver la ecuación no había más que reducir el problema a
simples términos algebraicos: desconocido = tabla que cruje (o lo que fuera), tabla
que cruje = nada que temer. En el mundo moderno, todos los miedos podían ser
desentrañados así.
Flexionó los músculos para elevarse, pasó una pierna por sobre el alféizar, se dejó
caer sobre el polvoriento suelo de la sala y miró alrededor. Reinaba un olor que
emanaba de las paredes como un miasma casi visible. Susan procuró convencerse de
que no era más que el olor del yeso enmohecido, o del guano acumulado y húmedo
de todos los animales que se habían refugiado en esas ruinas: marmotas, ratas, incluso
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