Page 261 - El Misterio de Salem's Lot
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tal  vez  algún  mapache.  Pero  algo  más.  Aquel  olor  era  más  denso  que  un  hedor
           animal, más penetrante. Hacía pensar en lágrimas, en vómitos, en tinieblas.
               —Eh  —llamó  suavemente  Mark,  agitando  las  manos  por  sobre  el  alféizar—.

           Ayúdame.
               Susan se inclinó hacia afuera y lo ayudó a entrar. Sus pies calzados con zapatillas
           resonaron sobre la alfombra, y la casa volvió a quedar en silencio.

               Los dos se encontraron fascinados escuchando el silencio y el latido de la sangre
           en sus propios oídos.
               Sin embargo, los dos sabían que no estaban solos.




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               —Vamos  —dijo  Mark—.Echemos  un  vistazo.  —Aferró  la  estaca  y  durante  un

           momento volvió con nostalgia los ojos hacia la ventana.
               Seguida por él, Susan avanzó lentamente hacia el vestíbulo. Al lado de la puerta
           había una mesita sobre la cual reposaba un libro. Mark lo cogió.
               —Oye —preguntó—, ¿tú sabes latín? —Un poco.

               —¿Qué  significa  esto?  —Mark  le  mostró  la  tapa.  La  chica  leyó  las  palabras
           frunciendo el ceño. —No lo sé —dijo, sacudiendo la cabeza. Mark abrió el libro y se

           estremeció. Había una figura de un hombre desnudo que ofrecía el cuerpo mutilado
           de  un  niño  a  algo  que  no  alcanzaba  a  ver.  El  muchacho  volvió  a  dejar  el  libro,
           contento de soltarlo (al tacto de su mano, el material con que estaba encuadernado era

           inquietantemente familiar), y ambos se dirigieron hacia la cocina. Allí las sombras
           eran más intensas. El sol había dado la vuelta hacia el otro lado de la casa. —¿Notas
           el olor? —preguntó Mark. —Sí.

               —Aquí atrás es peor, ¿no?
               —Sí.
               Mark recordó la despensa que tenía su madre en la otra casa, donde un año tres

           cestas  de  tomates  se  habían  echado  a  perder.  Era  un  olor  así,  como  de  tomates
           podridos.
               —Dios, qué miedo tengo —murmuró Susan. La mano de Mark se tendió en busca

           de  la  de  ella,  y  la  aferró.  El  linóleo  de  la  cocina  era  viejo,  áspero  y  gastado,
           descolorido delante del antiguo fregadero enlozado. Una gran mesa llena de marcas y
           rozaduras, sobre la cual había un plato amarillo, un cuchillo y un tenedor, y un trozo

           de hamburguesa cruda, ocupaba el centro de la cocina.
               La puerta del sótano estaba entreabierta.
               —Ahí es donde tenemos que ir —señaló Mark.

               —Oh—exclamó débilmente Susan.




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