Page 268 - El Misterio de Salem's Lot
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El cuerpo de Straker se contrajo y retrocedió, tambaleante, hacia el interior del
           cuarto, con la cara desencajada por una mueca. Al ver que extendía la mano, Mark
           volvió a golpearlo. Esta vez el metal cayó sobre la calva, encima de la convexidad de

           la frente, abriendo un nuevo manantial de sangre.
               Se desplomó con los ojos en blanco.
               Mark rodeó el cuerpo, mirándolo con ojos desorbitados. El extremo de la pata de

           cama  estaba  manchado  de  sangre,  y  era  más  oscura  que  la  de  las  películas  en
           technicolor.  Mark  se  sintió  descompuesto  al  verla,  pero  cuando  miró  a  Straker  no
           sentía nada.

               Le he matado, pensó, y su reacción inmediata añadir: por fin.
               La mano de Straker le aferró el tobillo.
               Con un sobresalto, Mark intentó zafarse. La mano se cerraba sobre su pie como

           una  trampa  de  acero,  y  ahora  Straker  estaba  mirándole,  con  sus  ojos  fríos  que
           brillaban a través de la máscara de sangre. Aunque sus labios se movían, no emitían

           ningún sonido. Mark tiró con más fuerza, inútilmente. Con un gruñido sordo, empezó
           a golpear la mano de Straker con la pata de cama. Una vez, dos, tres, cuatro. Los
           dedos se quebraron como un estremecedor crujido de lápices. La presa se añojo y el
           muchacho se soltó con un tirón que le hizo pasar, tambaleante, por la puerta hasta

           llegar al pasillo.
               La cabeza de Straker había vuelto a caer sobre el suelo, pero su mano destrozada

           siguió  abriéndose  y  cerrándose  en  el  aire  con  una  vitalidad  siniestra,  como  la  del
           perro que se estremece al soñar que está cazando gatos.
               La  pata  de  la  cama  se  le  escurrió  entre  los  dedos  agarrotados,  y  entonces
           retrocedió, tembloroso. El pánico se adueñó de él y huyó a saltos por las escaleras,

           bajando dos o tres peldaños cada vez, pese a sus piernas entumecidas, mientras su
           mano volaba sobre el pasamanos astillado.

               La puerta principal se perdía en las tinieblas, en una oscuridad abominable.
               Llegó a la cocina. Su mirada, tímida y enloquecida, pasó fugazmente por la puerta
           abierta del sótano. El sol descendía en una ardiente columna de rojos, amarillos y
           púrpuras.  En  el  salón  de  una  funeraria,  a  veinticinco  kilómetros  de  distancia,  Ben

           Mears no apartaba los ojos del reloj, mientras las manecillas vacilaban entre las 7.01
           y las 7.02.

               Mark no sabía nada de eso, pero sabía que la hora de los vampiros era inminente.
           Permanecer  allí  significaba  superponer  un  enfrentamiento  a  otro;  descender  a  ese
           sótano  para  intentar  salvar  a  Susan  significaba  verse  arrastrado  al  reino  de  los

           muertos vivientes.
               Sin  embargo,  fue  hacia  la  puerta  del  sótano  y  hasta  bajó  los  tres  primeros
           escalones  antes  de  que  el  miedo  lo  envolviera  como  una  ligadura  casi  física,  sin

           permitirle dar un paso más. El chico estaba llorando y todo el cuerpo le temblaba




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