Page 352 - El Misterio de Salem's Lot
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cerrada. Ambos entraron.
               El olor era inmediatamente definible, y Jimmy sintió que la nariz se le contraía,
           como intentando rechazarlo. Aunque no era tan intenso como el que había sentido en

           el  sótano  de  los  Marsten,  era  igualmente  repugnante,  un  olor  a  muerte  y
           podredumbre, hedor de humedad y descomposición. Jimmy recordó la época en que,
           de  niños,  él  y  sus  compañeros  solían  salir  en  bicicleta,  durante  las  vacaciones  de

           primavera, a recoger los envases retornables de cerveza y gaseosas que iba dejando al
           descubierto el deshielo. En uno de los envases, una botella de naranja Crush, estaba el
           cuerpo de un ratón silvestre que, atraído por el aroma, se había metido dentro y no

           había podido salir. Una bocanada de aquel olor pútrido le había obligado a vomitar.
           Era  un  olor  muy  semejante  al  que  ahora  les  envolvía,  en  el  que  una  dulzura
           repugnante  y  una  acidez  nauseabunda  se  mezclaban  en  una  fermentación  infernal.

           Jimmy sintió que se le cerraba la garganta.
               —Están aquí, en alguna parte —dijo Mark.

               Lo recorrieron todo, sin dejar ningún armario por abrir. A Jimmy le pareció ver
           algo  en  el  armario  empotrado  del  dormitorio  principal,  pero  no  era  más  que  un
           montón de ropa sucia.
               —¿No hay sótano? —preguntó Mark.

               —No, pero es posible que haya algún lugar que no se ve a primera vista.
               Rodearon la casa y vieron una trampilla que daba a un espacio practicado entre

           los  débiles  cimientos  de  la  casa.  Estaba  cerrada  con  un  viejo  candado,  que  cedió
           después de cinco buenos golpes de martillo. Cuando Jimmy abrió la trampilla, el olor
           los abofeteó como una ola.
               —Están aquí —dijo Mark.

               Al mirar dentro, Jimmy distinguió los pies, alineados como los de los cadáveres
           sobre un campo de batalla. Uno de ellos calzaba botas de trabajo, el otro un par de

           zapatillas, y el tercero, un par de pies muy pequeños por cierto, aparecía desnudo.
               Qué escena de familia, pensó absurdamente Jimmy. Reader's Digest, ¿dónde estás
           cuando  más  falta  haces?  Le  anegó  una  sensación  de  irrealidad.  El  bebé,  pensó.
           ¿Cómo podremos hacer eso a un bebé?» Hizo una marca en la puerta con el lápiz de

           carpintero y volvió a recoger el candado roto.
               —Espera —dijo Mark—. Sacaré fuera a uno de ellos.

               —¿Sacar...? ¿Para qué?
               —Tal vez la luz del sol acabe con ellos —dijo Mark—, y así nos ahorraremos
           recurrir a las estacas.

               Jimmy asintió, esperanzado.
               —Está bien. ¿Cuál?
               —El bebé no —repuso Mark—. El hombre. Cógele de un pie.

               —Bien —dijo Jimmy, que sentía la boca seca.




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