Page 353 - El Misterio de Salem's Lot
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Mark  se  arrastró  boca  abajo,  haciendo  crujir  con  su  peso  las  hojas  secas  que
           alfombraban el suelo, cogió una bota de Roy McDougall y empezó a tirar de ella.
           Jimmy, que también se había deslizado hacia adentro, raspándose la espalda contra el

           marco de la trampilla, le imitó, luchando contra la sensación de claustrofobia. Entre
           los dos consiguieron sacarlo a la luz del día, bajo la casi imperceptible llovizna.
               La  escena  que  siguió  fue  estremecedora.  Roy  McDougall  empezó  a  revolverse

           apenas  la  luz  cayó  de  lleno  sobre  él,  como  un  hombre  a  quien  molestan  mientras
           duerme. De sus poros salía una especie de vapor húmedo, y parecía que la piel se le
           aflojaba  y  se  volvía  amarillenta.  Bajo  los  parpados  cerrados,  los  ojos  giraban

           enloquecidos.  Los  pies  daban  lentas  patadas,  como  en  sueños,  entre  las  hojas
           húmedas. Su labio superior se encogió y dejó ver los incisivos superiores, enormes y
           agudos como los de un pastor alemán. Los brazos se agitaban lentamente mientras las

           manos se cerraban y se abrían; una de ellas rozó la camisa de Mark, y el chico dio un
           salto atrás, con un grito de repugnancia.

               Roy empezó a arrastrarse lentamente hacia la trampilla. Los brazos, las rodillas y
           la cara iban horadando surcos en la tierra blanda, humedecida por la lluvia. Jimmy
           observó  que  había  iniciado  una  respiración  dificultosa  en  el  momento  en  que  el
           cuerpo recibió la luz, pero se interrumpió tan pronto McDougall alcanzó la sombra.

           Lo mismo sucedió con la transpiración.
               Una vez llegó al lugar de donde lo habían sacado, McDougall se dio la vuelta y se

           quedó inmóvil.
               —Cierra —pidió Mark con voz estrangulada—. Por favor, cierra.
               Jimmy cerró la trampilla y volvió a colocar el candado. La imagen del cuerpo de
           McDougall,  debatiéndose  como  una  víbora  ofuscada  entre  la  hojarasca,  no  se

           apartaba de su mente. Jimmy pensó que, aunque viviera cien años, jamás habría un
           momento en que ese recuerdo dejara de estar presente en su memoria.




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               Se quedaron de pie bajo la lluvia, mirándose en actitud temblorosa.
               —¿La puerta siguiente?—preguntó Mark.

               —Sí. Lógicamente, los McDougall deben de haber sido los primeros a quienes
           atacaron.
               Al acercarse a la casa vecina, aquel olor inconfundible les esperaba en la puerta

           de entrada. El nombre escrito bajo el timbre era Evans. Jimmy los conocía. David
           Evans y sufamilia. Él trabajaba como mecánico en la sección de automóviles de Sears
           en Gates Falls. Jimmy lo había atendido un par de años atrás, por un quiste o algo así.

               Aunque allí el timbre funcionaba, nadie contestó. Encontraron a la señora Evans




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