Page 54 - Las ciudades de los muertos
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partió. Poco después, nos pusimos en camino, en dirección al Valle de las Reinas.
               La luna era casi nueva esa noche y no iba a aparecer hasta poco antes de que
           saliese el sol. El cielo lucía un tono negro, transparente y profundo, y refulgían las

           estrellas. Saturno y Marte brillaban por encima del horizonte, al este. Me aterrorizaba
           pensar  que  Larrimer  pudiese  empezar  de  nuevo  a  embobarse  con  el  cielo,  pero  el
           americano avanzaba en silencio. Khorassi, por el contrario, parecía muy animado y

           me  contó  una  larga  y  complicada  historia  en  árabe  sobre  cómo  su  suegra  había
           intentado envenenarlo cuando fueron a visitarla en Qus.
               —Todas  las  mujeres  son  iguales.  Nunca  puedes  confiar  en  ellas.  A  partir  de

           entonces, jamás he vuelto a permitir que mi mujer me prepare la comida.
               El Valle permanecía misteriosamente silencioso, pero el aire era caluroso por las
           altas temperaturas que soportaba durante el día. Mantenía todavía la esperanza de que

           los chacales de las colinas empezaran con sus aullidos de un momento a otro, ya que
           aquello pondría nervioso a mi cliente. Sin embargo, permanecían ocultos en alguna

           parte  y,  por  algún  motivo,  en  silencio.  Cuando  nos  encontramos  ya  en  el  Valle,
           Larrimer pareció volver a la vida.
               —Bien, aquí estamos. Vamos a descargar.
               —La tumba de Amen-her-khopshef queda todavía un poco lejos. Esta es la de su

           hermano, Kha-em-weset.
               —¡Oh! Pensé que habíamos llegado.

               Alcanzamos nuestro destino al cabo de unos cinco minutos. Khorassi permaneció
           inmóvil viéndonos descargar, aunque, eso sí, mantuvo una luz en alto para que nos
           alumbrara. Pero esta vez Larrimer se dio cuenta de su inactividad.
               —Dile que se ponga a trabajar.

               —Más fácil será que bailen las piedras.
               —Díselo.

               Le  obedecí.  El  hombre  nos  sonrió,  primero  a  mí  y  luego  a  Larrimer,  como  si
           estuviésemos completamente locos. Murmuró unas palabras y volvió a sonreír.
               —Dice  que  no  puede  trabajar  más  esta  noche.  Se  siente  débil.  Parece  que  su
           suegra intentó envenenarlo en Qus la pasada primavera y…

               —De acuerdo, de acuerdo… Mierda.
               Colocamos dos linternas encendidas en la tumba y luego trasladamos las cámaras,

           objetivos,  flashes  y  filtros  de  Larrimer.  Llevábamos  también  un  pequeño  cajón
           repleto de aparatos científicos: un galvanómetro, un magnetómetro, un radiómetro y
           un  aparato  de  grabación  Edison.  Parecía  dispuesto  a  no  perder  la  oportunidad  de

           detectar  lo  que  fuese  que  creyera  que  iba  a  detectar.  Nos  costó  casi  una  hora
           trasladarlo todo a la tumba, desembalarlo y colocarlo a su gusto.
               —Bien. Ahora podemos empezar.

               —Perfecto. ¿Qué quieres que haga?




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