Page 137 - La máquina diferencial
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levantó y se colocó las faldas. La mujer pasó a su lado sin decir ni una palabra y
           Mallory se llevó la mano al sombrero.
               Levantó el estuche por encima de la cabeza y lo colocó con suavidad sobre la

           pared de ladrillo cubierto de musgo. Lo apuntaló con un trozo de cemento deshecho
           para asegurarlo y luego colocó el sombrero a su lado.
               Apoyó la espalda contra la pared de tablones.

               Apareció el caballero de la tos. Mallory se lanzó a por el hombre y le propinó con
           todas  sus  fuerzas  un  puñetazo  en  la  boca  del  estómago.  El  individuo  se  dobló  sin
           resuello, escupiendo saliva, y Mallory lo remató con un corto izquierdazo en un lado

           de  la  mandíbula.  El  hombre  cayó  sobre  las  rodillas  mientras  su  sombrero  salía
           volando.
               Mallory agarró al villano por la espalda del abrigo alberto y lo lanzó con fuerza

           contra los ladrillos. El hombre rebotó, cayó de cabeza y quedó tendido y jadeante,
           con  la  cara  y  las  patillas  manchadas  de  polvo  y  tierra.  Mallory  lo  sujetó  por  la

           garganta y la solapa.
               —¿Quién eres?
               —¡Socorro! —graznó el hombre sin fuerzas—. ¡Asesino! Mallory lo arrastró un
           trecho por el callejón.

               —¡No te hagas el tonto conmigo, canalla! ¿Por qué me estás siguiendo? ¿Quién te
           ha pagado? ¿Cómo te llamas? El hombre arañó desesperado la muñeca de Mallory.

               —Suélteme... —Se le había abierto el abrigo. Mallory vislumbró el cuero marrón
           de una pistolera y estiró la mano de inmediato para coger el arma que había dentro.
               No era una pistola. La sacó con la mano como una larga serpiente aceitada: una
           porra,  con  mango  de  cuero  trenzado  y  una  caña  gruesa  y  negra  de  caucho  indio,

           aplanada en el extremo hasta convertirse en una punta hinchada similar a la de un
           calzador. Tenía el tacto de un látigo acerado, como si estuviera construida alrededor

           de una espiral de hierro.
               Mallory empuñó el cruel artefacto, que daba la impresión de ser capaz de romper
           huesos con suma facilidad. El caballero de la tos se encogió ante él.
               —¡Responde a mis preguntas!

               Un relámpago húmedo hizo estallar la nuca de Mallory. Estuvo a punto de perder
           el sentido. Se sintió caer, pero se sujetó contra las repugnantes losas de la calle con

           unos brazos tan entumecidos y pesados como las patas de un cordero. Recibió un
           segundo golpe, aunque este de soslayo, en el hombro. Rodó hacia atrás y gruñó, un
           ladrido espeso, un lamento que jamás había oído escapar de su garganta. Lanzó una

           patada a su atacante y de algún modo consiguió golpearle la pantorrilla. El segundo
           rufián saltó hacia atrás con una maldición.
               Mallory  había  perdido  la  porra.  Se  incorporó  tambaleante,  con  sumo  esfuerzo,

           hasta que logró sostenerse a duras penas sobre las dos piernas. El segundo hombre era




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