Page 133 - La máquina diferencial
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serie de joyerías y tiendas exclusivas. El taxista le cobró mucho más de lo debido,
           pero Mallory no hizo caso, se sentía comunicativo. Parecía que los taxistas se estaban
           aprovechando de todo el mundo. A poca distancia de Piccadilly, otro hombre había

           saltado de su taxi y estaba discutiendo, de un modo bastante vulgar, con su conductor.
               Mallory no había encontrado nada que se pudiera comparar con ir de compras
           cuando se trataba de demostrar de forma gratificante el poder de su riqueza recién

           adquirida. Había ganado su dinero gracias a una absurda baladronada, pero el secreto
           de  su  origen  quedaba  a  salvo  con  él.  Las  máquinas  de  crédito  de  Londres  crujían
           igual para los vaporosos beneficios del juego que para el óbolo de la viuda.

               ¿Y qué iba a ser? ¿El gigantesco jarrón de hierro, con la base octogonal y ocho
           pantallas  abiertas  que  colgaban  ante  su  pedestal  aflautado,  lo  que  daba  a  todo  el
           objeto una ligereza y elegancia singulares? ¿Ese soporte de boj con dosel esculpido,

           su base pensada para un termómetro de cristal veneciano? ¿Aquel salero de ébano
           enriquecido  con  columnas  y  elaborados  paneles  inferiores,  acompañado  de  una

           cuchara para sal de plata rica en tréboles, hojas de roble, tallo dorado en espiral y el
           monograma de tu elección?
               Dentro de J. Walker y Compañía, un establecimiento pequeño pero de un gusto
           maravilloso, situado entre las tiendas con escaparates saledizos de la afamada Arcada,

           Mallory descubrió un regalo que le pareció de lo más adecuado. Era un reloj semanal
           que  daba  los  cuartos  y  las  horas  con  unas  magníficas  campanadas  de  tono

           catedralicio. El reloj, que también mostraba la fecha, el día de la semana y las fases
           de  la  luna,  era  una  extraordinaria  obra  de  precisión  de  los  artesanos  británicos,
           aunque como es natural, el elegante soporte del reloj suscitaría más admiración entre
           aquellos  no  entendidos  en  mecánica.  El  soporte,  del  mejor  papier-mâché  lacado  e

           incrustado  con  cristales  azul  turquesa,  estaba  coronado  por  un  grupo  de  grandes
           figuras doradas. Estas representaban a una joven y decididamente atractiva Britania,

           ataviada  con  una  túnica  muy  ligera,  que  admiraba  el  progreso  conseguido  por  el
           tiempo y la ciencia para mayor civilización y felicidad del pueblo de la Gran Bretaña.
           Este loable tema quedaba también ilustrado por una serie de siete escenas grabadas
           que giraban a lo largo de la semana sobre un engranaje oculto en la base del reloj.

               El precio era nada menos que de catorce guineas. Parecía que un artículo de tal
           originalidad artística no podía tasarse en simples libras, chelines y peniques. Aquella

           crasa y pragmática idea hizo pensar a Mallory que la feliz pareja estaría mucho mejor
           con un tintineante puñado de catorce guineas, pero el dinero desaparecería pronto,
           como ocurría siempre con el dinero cuando se era joven. Un buen reloj como aquel

           podía adornar una casa durante generaciones.
               Mallory  compró  el  reloj  con  dinero  en  metálico  y  rechazó  el  ofrecimiento  de
           crédito con un año de plazo. El dependiente, un anciano altanero que sudaba dentro

           de un almidonado cuello regencia, le demostró el sistema de cuñas de corcho que




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