Page 128 - La máquina diferencial
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vestíbulo un aroma jabonoso, pero aun así el aire parecía estar cargado con el hedor
           húmedo y lejano de algo pavoroso, y al parecer muerto mucho tiempo atrás. Mallory
           sabía que no era la primera vez que olía aquel tufo; se trataba de algo intenso, ácido,

           mezclado  con  el  hedor  grasiento  de  un  matadero,  pero  no  conseguía  ubicar  el
           recuerdo.  Un  momento  después,  la  peste  desapareció.  Se  acercó  al  mostrador  en
           busca de su correo. El marchito recepcionista lo saludó con gran cortesía: Mallory se

           había ganado la lealtad de los empleados con generosas propinas.
               —¿No hay nada en mi casillero? —dijo sorprendido.
               —Demasiado pequeño, doctor Mallory. —El empleado se inclinó para levantar

           una gran cesta de alambre abarrotada hasta el borde de sobres, revistas y paquetes.
               —¡Diablos! —dijo Mallory—. ¡Cada día es peor!
               El recepcionista asintió con gesto cómplice.

               —El precio de la fama, señor.
               Mallory se sentía abrumado.

               —Supongo que tendré que leerme todo esto...
               —Si  me  permite  el  atrevimiento,  señor,  quizás  haría  bien  contratando  un
           secretario privado.
               Mallory gruñó. Odiaba cuanto tuviera que ver con secretarios, ayudas de cámara,

           mayordomos, doncellas y todo aquel miserable asunto del servicio. Su propia madre
           había estado una vez al servicio de una acaudalada familia de Sussex, en los viejos

           tiempos, antes de los radicales. Todavía le dolía.
               Se  llevó  la  pesada  cesta  a  una  esquina  tranquila  de  la  biblioteca  y  empezó  a
           clasificar el correo. Las revistas primero: las Actas de la Real Sociedad, con su lomo
           dorado, Herpetología de todas las naciones, Diario de sistemática dinámica, Annales

           scientifiques de l’Ecole des Ordinateurs, con lo que parecía ser un interesante artículo
           sobre  las  desgracias  mecánicas  del  Gran  Napoleón...  Aquel  asunto  de  las

           suscripciones a las revistas científicas resultaba un poco excesivo, aunque supuso que
           así mantenía a los editores contentos; y unos editores contentos eran la mitad de la
           clave para colocar los artículos propios.
               Luego  las  cartas.  Mallory  las  dividió  con  rapidez  en  montones.  Primero  las

           peticiones.  Había  cometido  el  error  de  responder  a  unas  cuantas  que  le  habían
           parecido especialmente emotivas y sinceras, y ahora aquellos golfos intrigantes se le

           habían echado encima como si fueran piojos.
               Un  segundo  montón  de  cartas  profesionales:  invitaciones  para  dar  charlas,
           solicitudes  de  entrevistas,  facturas  de  varias  tiendas,  descubridores  de  huesos  y

           cazarrocas catastrofistas que le ofrecían la coautoría de doctos artículos.
               Luego  las  cartas  con  letra  de  mujer.  Las  gallinas  de  la  historia  natural,  las
           «cortaflores», como las llamaba Huxley. Escribían por decenas, la mayor parte solo

           para pedirle un autógrafo y, si quería, una tarjeta de visita firmada. Otras le enviaban




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