Page 126 - La máquina diferencial
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zapatos de madera que utilizan los trabajadores franceses. ¡De una coz, casi pueden
sacar uno de sus bloques! —Tobias esbozó una amplia sonrisa ante la perspectiva,
con una alegría que inquietó bastante a Mallory—. Los franceses tienen algún tipo de
problema ludita, ¿sabe, señor?, tantos como tuvimos nosotros en otro tiempo, hace
años.
Resonaron entonces dos notas cortas de un silbato de vapor que reverberaron por
el techo blanqueado. Los dos estudiosos, a los que se había unido un tercero igual de
afanado, cerraron entonces su álbumes y se fueron.
La campana sonó una vez más para convocar a Tobias a la bandeja de la pared. El
muchacho se levantó lentamente, enderezó una silla, se acercó al otro extremo de la
mesa, examinó los álbumes en busca de un polvo inexistente y los devolvió a los
estantes.
—Creo que ahí espera nuestra respuesta —dijo Mallory.
Tobias asintió con sequedad, dándole la espalda.
—Es muy probable, señor, pero esto son horas extras, ¿sabe? Esos dos toques de
bocina...
Mallory se levantó con impaciencia y se acercó a la bandeja.
—¡No, no! —gañó Tobias—. ¡Sin guantes no! ¡Permítame hacerlo a mí!
—¡Guantes, no me diga! ¿Y quién iba a saberlo?
—¡Los de Antropometría criminal, ellos lo saben! ¡Esta es su sala, y no hay nada
que odien más que las manchas de dedos desnudos! —Tobias se volvió con un fajo de
documentos—. Bueno, señor, nuestra sospechosa es una tal Florence Bartlett, nacida
Russell, domiciliada hasta hace poco en Liverpool...
—Gracias, Tobias —dijo Mallory mientras arrugaba el fajo de papel continuo
para poder meterlo con más facilidad en su chaleco de damas de Ada—. Le
agradezco mucho su ayuda.
Una ártica mañana de Wyoming, la escarcha cubría la hierba marrón y vencida de
la pradera. Mallory se había agachado al lado de la caldera tibia de la fortaleza de
vapor de la expedición y hurgaba en su magro fuego de estiércol de búfalo. Intentaba
descongelar una loncha dura como el hierro de la carne curtida que los hombres
tomaban para desayunar, comer y cenar. En aquel momento de absoluta desesperanza,
con la barba ribeteada de aliento congelado y los dedos helados y llenos de ampollas
a causa de la pala, Mallory hizo un juramento solemne: nunca jamás maldeciría de
nuevo el calor del estío.
Aunque tampoco había esperado un bochorno tan infame en Londres.
La noche había pasado sin un soplo de aire, y la cama le había parecido un caldo
fétido. Había dormido sobre las sábanas, con una toalla turca empapada y extendida
sobre su desnudez, y se había levantado cada hora para remojar de nuevo la toalla. El
colchón había terminado empapado, y la habitación entera le parecía tan caliente y
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