Page 121 - La máquina diferencial
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Su rostro se tiñó de un vivo color rojo. Sonó una campana. Tobias se levantó de
           un salto y cogió un panfleto de papel continuo de una bandeja que había en la pared.
           —Tiene suerte, señor. El sospechoso varón ya está hecho. Le dije que el asunto del

           cráneo ayudaría. —Tobias extendió el papel sobre la mesa, delante de Mallory.
               Era  una  colección  de  retratos  mecánicos  punteados.  Ingleses  morenos  con
           expresiones avergonzadas. Los puntitos cuadrados de los grabados de las máquinas

           no  eran  lo  bastante  pequeños  como  para  no  distorsionar  un  poco  las  caras,  de  tal
           modo que todos los hombres parecían tener baba negra en la boca y suciedad en el
           rabillo del ojo. Parecían hermanos, una extraña subespecie humana compuesta por lo

           artero  y  lo  desencantado.  Los  retratos  no  tenían  nombre,  pero  sí  números  de
           ciudadano debajo.
               —No me esperaba docenas de ellos —dijo Mallory.

               —Podríamos  haber  reducido  las  alternativas  con  mejores  parámetros  en  la
           antropometría —dijo Tobias—. Pero tómese su tiempo, señor, y mire con atención. Si

           lo tenemos, está aquí.
               Mallory se quedó contemplando las filas ceñudas de bribones numerados, muchos
           de  los  cuales  tenían  la  cabeza  inquietantemente  deformada.  Recordaba  la  cara  del
           ojeador  con  gran  claridad.  La  evocaba  retorcida  por  la  rabia  homicida,  con  saliva

           ensangrentada  entre  los  dientes  partidos.  La  visión  había  quedado  grabada  para
           siempre en su memoria, tan intensa como las puntas de la espina dorsal de la bestia,

           la  primera  vez  que  había  visto  su  gran  premio  sobresaliendo  del  esquisto  de
           Wyoming.  En  ese  largo  y  revelador  momento,  Mallory  había  visto  más  allá  de
           aquellos pequeños bultos de piedra y había percibido el fulgor inmanente de su propia
           gloria,  de  su  próxima  fama.  De  la  misma  manera  había  visto  en  la  expresión  del

           ojeador un reto letal que bien podía transformar su vida.
               Pero ninguno de aquellos retratos hoscos y aturdidos encajaba con su recuerdo.

               —¿Hay alguna razón para que no tuvieran aquí a ese hombre?
               —Quizá no tiene antecedentes penales —explicó Tobias—. Podríamos meter la
           tarjeta  otra  vez  para  compararla  con  la  población  general,  pero  eso  nos  llevaría
           semanas de ciclos de las máquinas, y requiere un permiso especial de la gente de

           arriba.
               —¿Por qué tanto tiempo, si me lo permite?

               —Doctor Mallory, tenemos a toda la población de la Gran Bretaña en nuestros
           archivos. Todos los que han solicitado algún trabajo, todos los que han pagado alguna
           vez impuestos o han sido arrestados... —Tobias se deshacía en disculpas, tan deseoso

           de ayudar que resultaba casi doloroso—. ¿Podría ser extranjero?
               —Estoy seguro de que era británico, y un canalla. Estaba armado y era peligroso.
           Pero es que no lo veo aquí.

               —Quizá  la  semejanza  no  sea  buena,  señor.  A  estas  clases  criminales  les  gusta




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