Page 118 - La máquina diferencial
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—Ya tendría que saber que no se deben ofrecer gratificaciones a un funcionario
               público. —Me pareció que no le vendría mal —respondió Mallory.
               —¿El salario de diez días? Supongo que no. Siempre que resulte usted ser alguien

           de fiar.
               —No  voy  a  hacer  nada  malo  —dijo  Mallory  con  suavidad—.  Este  lugar  es
           territorio extraño. En esas circunstancias, me ha parecido inteligente contar con un

           guía nativo.
               —¿Y qué pasa entonces con el jefe?
               —Esperaba que eso me lo dijera usted a mí, señor Tobias. Más que la moneda,

           fue el comentario en sí lo que se ganó a Tobias, que se encogió de hombros.
               —Wakey no está tan mal. Si yo fuera él, no actuaría de forma diferente. Pero hoy
           metió su número, jefe, y sacó una pila sobre usted de casi tres centímetros. Tiene

           amigos muy charlatanes, señor Mallory.
               —¿Eso  hizo?  —respondió  Mallory  con  una  sonrisa  forzada—.  Ese  expediente

           debe de ser una lectura muy interesante. Me encantaría echarle un vistazo.
               —Y  yo  supongo  que  la  información  podría  encontrar  el  camino  para  llegar  a
           manos  indebidas  —admitió  el  muchacho—.  Por  supuesto,  eso  podría  costarle  a
           alguien el puesto de trabajo, en caso de que lo pillaran.

               —¿Le gusta su trabajo, señor Tobias?
               —No se cobra mucho. La luz de gas acaba con la vista. Pero tiene sus ventajas.

           —Volvió a encogerse de hombros, empujó otra puerta y entraron en una estruendosa
           antesala con tres de las paredes forradas de estanterías y archivadores de tarjetas, la
           cuarta de cristal desgastado.
               Tras el cristal se elevaba una inmensa sala de máquinas imponentes, tantas que al

           principio Mallory pensó que las paredes tenían que estar forradas por espejos, como
           en un salón de baile. Semejaba un truco de carnaval diseñado para engañar al ojo: las

           gigantescas  máquinas  idénticas,  construcciones  precisas  de  latón  intrincadamente
           engranado,  grandes  como  vagones  puestos  de  pie,  cada  una  sobre  su  bloque
           acolchado  de  treinta  centímetros  de  espesor.  El  techo  blanqueado,  que  se  elevaba
           nueve metros sobre el suelo, parecía vivo al estar repleto de poleas giratorias. Los

           mecanismos  menores  extraían  la  energía  de  tremendos  rotores  colocados  sobre
           columnas de hierro encajadas. Los chasqueadores de batas blancas, empequeñecidos

           por sus aparatos, se paseaban por los impecables pasillos. Llevaban el pelo cubierto
           con gorras blancas y arrugadas, la boca y la nariz ocultas tras cuadrados de gasa.
               Tobias  echó  un  vistazo  a  aquellas  majestuosas  hileras  de  equipo  con  una

           indiferencia absoluta.
               —Todo el día mirando agujeritos. ¡Y cuidado con las equivocaciones! Dele mal a
           una tecla y ahí tiene la diferencia entre un clérigo y un pirómano. Han sido muchos

           los pobres hijos de perra inocentes a los que se ha arruinado así...




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