Page 117 - La máquina diferencial
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—El  señor  Oliphant  no  cree  en  las  casualidades  —dijo  Wakefield.  Pareció
           convencerle  la  evasiva  de  Mallory,  porque  resultaba  claro  que  estaba  perdiendo
           interés—. Por supuesto, es muy prudente por su parte identificar al rufián. Si eso es

           todo lo que necesita de nosotros, estoy seguro de que podemos ayudarlo. Haré que un
           miembro de la plantilla lo lleve a la biblioteca, con las máquinas. Una vez tengamos
           el número de este asaltante, pisaremos terreno más firme.

               Wakefield levantó de un capirotazo un taco articulado de goma y gritó por un
           tubo  acústico.  Apareció  un  joven  empleado  del  este  de  Londres,  con  guantes  y
           mandil.

               —Este es nuestro señor Tobias —lo presentó Wakefield—. Está a su disposición.
               La entrevista había terminado. Los ojos de Wakefield ya empezaban a vidriarse
           ante la presión de otros asuntos. Se inclinó con gesto mecánico y dijo:

               —Ha sido un placer conocerlo. Por favor, avíseme si podemos ayudarlo en algo
           más.

               —Es usted muy amable —dijo Mallory.
               El muchacho se había afeitado unos milímetros de cráneo en el nacimiento del
           pelo  para  elevar  la  frente  y  conseguir  un  elegante  aspecto  intelectual,  pero  había
           pasado algún tiempo desde su última visita al barbero porque un incipiente rastrojo

           puntiagudo cubría ya la parte anterior de la cabeza. Mallory lo siguió por el laberinto
           de  cubículos  hasta  el  pasillo,  y  observó  sus  extraños  andares  bamboleantes.  Las

           suelas  del  joven  estaban  tan  gastadas  que  se  le  veían  los  clavos,  y  los  baratos
           calcetines de algodón formaban bolsas en los tobillos.
               —¿Adónde vamos, señor Tobias?
               —A las máquinas, señor. Abajo.

               Se  detuvieron  ante  el  ascensor,  donde  un  ingenioso  indicador  mostraba  que  la
           cabina  se  encontraba  en  otro  piso.  Mallory  se  metió  la  mano  en  el  bolsillo  del

           pantalón e hizo caso omiso de la navaja y las llaves. Sacó una guinea de oro.
               —Tome.
               —¿Y esto qué es? —preguntó Tobias mientras la cogía.
               —Es  lo  que  llamamos  una  propina,  muchacho  —respondió  Mallory  con  una

           jovialidad forzada—. «Para garantizar un pronto servicio», ya sabe.
               Tobias examinó la moneda como si hasta entonces no hubiera visto nunca el perfil

           de Alberto. Lanzó a Mallory una mirada intensa y hosca desde detrás de las gafas.
               Se abrió la puerta del ascensor y Tobias ocultó la moneda en su mandil. Los dos
           se unieron a una pequeña multitud y el ascensorista bajó con un traqueteo la jaula del

           ascensor hasta las entrañas de la oficina.
               Mallory salió del ascensor tras Tobias. Pasaron junto a una hilera de toboganes
           pneumáticos para el correo y atravesaron un par de puertas batientes con los bordes

           forrados de fieltro grueso. Estaban solos otra vez, y Tobias se detuvo en seco.




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