Page 112 - La máquina diferencial
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vender  información  al  por  menor  sobre  las  actitudes  e  influencia  del  público.
           Políticos, en pocas palabras, que trataban únicamente con lo intangible. Y aunque era
           de presumir que tenían sus esposas, sus hijos y sus casas en barrios residenciales, allí

           a Mallory le parecían más bien fantasmas o clérigos.
               Unos metros más adelante se vio obligado a esquivar en el último momento a un
           segundo mensajero rodante, para lo que se apretó contra una columna decorativa de

           hierro  forjado.  El  metal  le  chamuscó  las  manos.  A  pesar  de  su  suntuosa
           ornamentación  de  flores  de  loto,  la  columna  era  una  chimenea.  La  oyó  emitir  el
           rugido sordo y el murmullo de un humero mal regulado.

               Volvió a consultar su mapa y entró en un pasillo repleto de despachos a izquierda
           y derecha. Oficinistas de batas blancas se colaban de puerta en puerta, esquivando a
           los jóvenes mensajeros que rodaban por allí con sus carretillas cargadas de tarjetas.

           En  aquel  espacio  las  luces  de  gas  brillaban  más,  pero  temblaban  debido  a  una
           corriente de aire constante. Mallory echó un vistazo por encima del hombro. Al final

           del pasillo había instalado un ventilador gigante de armazón de acero. Chirriaba un
           poco sobre una cadena de transmisión engrasada, y lo impulsaba un motor invisible
           oculto en las entrañas de la pirámide.
               Mallory  empezó  a  sentirse  un  poco  aturdido.  Lo  más  probable  era  que  todo

           aquello  fuera  un  grave  error.  Seguro  que  había  formas  mejores  de  descubrir  el
           misterio  del  día  del  derby  que  cazar  chulos  con  un  compañero  burocrático  de

           Oliphant. Hasta el aire de aquel sitio lo agobiaba, abrasado, jabonoso e inerte. Los
           suelos y las paredes pulidas y relucientes... Jamás había visto un sitio tan desprovisto
           de suciedad común. Aquellos pasillos le recordaron algo, otro viaje laberíntico...
               Lord  Darwin.  Mallory  y  el  gran  intelectual  habían  paseado  por  los  caminos

           cercados de setos y sombreados por las hojas de Kent. Darwin hurgaba en el húmedo
           suelo negro con su bastón y hablaba sin cesar acerca de las lombrices, de ese modo

           suyo  interminable,  incesante,  devastadoramente  detallado.  Las  lombrices,  siempre
           invisibles e infatigables bajo sus pies, de tal modo que hasta las grandes areniscas
           terminaban por hundirse con el tiempo en la marga. Darwin había medido el proceso
           en Stonehenge, en un intento por datar el antiguo monumento.

               Mallory se tiró con fuerza de la barba, con el mapa olvidado en la mano. Tuvo
           una visión de unas lombrices que se agitaban presas de un frenesí catastrófico, hasta

           que  el  suelo  se  sacudía  y  borbotaba  como  el  caldero  de  una  bruja.  En  unos  años,
           quizá  simples  meses,  todos  los  monumentos  de  eones  más  lentos  que  aquel
           terminarían por hundirse en el primigenio lecho de piedra.

               —¿Señor? ¿Puedo servirle en algo?
               Mallory se recuperó sobresaltado. Lo abordaba un empleado de bata blanca que
           clavaba en su rostro una mirada suspicaz cubierta por unas gafas. Mallory le devolvió

           la mirada furioso, confundido. Durante un momento sublime se había encontrado al




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