Page 111 - La máquina diferencial
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ese comité. Foulke, cuya teoría acuática sobre el brontosauro había sido desechada
           por el museo de Huxley, se había tomado la hipótesis arborícola de Mallory como un
           ataque personal, y el resultado había sido que una formalidad de ordinario agradable

           se  había  convertido  una  vez  más  en  otro  juicio  público  del  catastrofismo  radical.
           Mallory había conseguido al final el puesto de miembro. Oliphant había preparado el
           terreno demasiado bien para que la emboscada de última hora de Faulke triunfara,

           pero  el  asunto  todavía  le  escocía.  Presentía  que  su  reputación  había  quedado  en
           entredicho. El doctor Edward Mallory («Leviatán Mallory», como los periódicos de
           penique insistían en llamarlo) había aparecido como un fanático, incluso como un

           mezquino. Y eso delante de dignos geógrafos de primera fila, hombres como Burton,
           de La Meca, o Elliot, del Congo.
               Mallory siguió su mapa murmurando para sí. Las diosas de la fortuna de la guerra

           erudita, pensó, nunca parecían favorecerlo como favorecían a Thomas Huxley. Las
           peleas de Huxley con los poderes establecidos solo lo habían distinguido como un

           mago del debate, mientras que Mallory quedaba reducido a recorrer aquel mausoleo
           iluminado por el gas donde esperaba identificar a un despreciable chulo de carreras.
               Tras doblar la primera esquina descubrió un bajorrelieve de mármol que mostraba
           la  plaga  de  las  ranas  de  Moisés,  que  siempre  se  había  contado  entre  sus  relatos

           bíblicos favoritos. Hizo una pausa para admirarlo y a punto estuvo de atropellarlo una
           carreta de acero cargada hasta las regalas con pilas de tarjetas perforadas.

               —¡Abran paso! —chilló el carretero, ataviado con una sarga de botones de latón
           y la gorra de pico de un mensajero. Mallory observó con asombro que el hombre
           llevaba unas botas con ruedas, robustos zapatos de cordones equipados con ejes en
           miniatura  y  círculos  de  goma  sin  radios.  El  tipo  salió  disparado  pasillo  abajo,

           dirigiendo con pericia la pesada carreta y desapareciendo tras una esquina.
               Mallory pasó junto a un pasillo bloqueado por unos caballetes sobre los que dos

           aparentes lunáticas, inmersas en la penumbra iluminada por el gas, reptaban a cuatro
           patas sin prisa aparente. Mallory se las quedó mirando. Se trataba de rollizas señoras
           de mediana edad, ataviadas de la cabeza a los pies de un blanco impecable, el cabello
           confinado dentro de turbantes elásticos y ceñidos. Desde lejos, su ropa tenía el tétrico

           aspecto de unas mortajas. Entonces una de ellas se puso en pie con dificultades y
           empezó a limpiar el techo con toda suavidad, usando para ello una esponja colocada

           sobre una pértiga telescópica.
               Eran mujeres de la limpieza.
               Siguió  el  mapa  hasta  un  ascensor  y  lo  acompañó  al  interior  un  empleado

           uniformado que lo llevó a otro nivel. Allí el aire era seco y estático, y en los pasillos
           había  más  gente.  Se  veían  más  de  aquellos  extraños  policías,  mezclados  con
           caballeros  de  la  capital  de  aspecto  serio:  abogados  quizá,  o  procuradores,  o  los

           agentes legislativos de los grandes capitalistas, hombres cuyo negocio era adquirir y




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