Page 110 - La máquina diferencial
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ruinas que inspiraban el tipo preciso de asombro risible que más repugnaba a su
sensibilidad.
Había leído, por supuesto, y con admiración, lo publicado sobre las hazañas de la
ingeniería en Suez. Dado que carecían de carbón, los franceses habían alimentado sus
excavadoras gigantes con momias empapadas en betún, apiladas como trozos de leña
y vendidas por toneladas. Con todo, le molestaba el espacio que usurpaba la
egiptología en las revistas geográficas.
La Oficina Central de Estadística, de vaga forma piramidal y excesivamente
egipcia en sus detalles decorativos, se alzaba con solidez en el corazón
gubernamental de Westminster, con los pisos superiores inclinados hacia una cumbre
de piedra caliza. Para poder disponer de más espacio, la sección inferior del edificio
estaba hinchada y desnivelada, como un gran nabo de piedra. Las paredes,
atravesadas por imponentes chimeneas, sostenían un bosque disperso de ventiladores
giratorios cuyas aspas estaban decoradas con unas molestas alas de halcón. Toda
aquella inmensa pila quedaba plagada de arriba abajo con gruesas líneas telegráficas
negras, como si los flujos individuales de la información del imperio hubieran
atravesado la piedra sólida. Una densa vegetación de cables se precipitaba desde
conductos y soportes hasta los postes del telégrafo, que se apiñaban como las jarcias
en un puerto atestado.
Mallory cruzó el asfalto caliente y pegajoso de Horseferry Road desconfiando de
los excrementos de paloma que se apiñaban en la red de cables que tenía encima.
Las puertas, dignas de cualquier fortaleza de la Oficina y flanqueadas por
columnas coronadas con lotos y esfinges de bronce de estilo británico, se elevaban a
unos seis metros de altura. En las esquinas se habían instalado unas puertas más
pequeñas, de diario. Mallory entró con el ceño fruncido en la penumbra fresca y
percibió los olores leves pero penetrantes de la lejía y el aceite de linaza. Había
dejado atrás el ardiente caldo de Londres, pero aquel maldito sitio no tenía ventanas.
Unos mecheros de aspecto egipcio iluminaban la oscuridad. Sus llamas se iban
consumiendo con alegría dentro de unos reflectores con forma de abanico de hojalata
pulida.
Mostró su tarjeta de ciudadano en el mostrador de visitantes. El empleado (o
quizá fuera una especie de policía, ya que lucía un uniforme de la oficina muy
moderno, pero de aspecto extrañamente militar) tomó buena nota del destino de
Mallory. De debajo del mostrador sacó un plano de factura mecánica del edificio y
marcó la enrevesada ruta de Mallory con tinta roja.
Mallory, todavía irritado tras la reunión de aquella mañana con el Comité de
candidaturas de la Sociedad Geográfica, dio las gracias al hombre con bastante
brusquedad. De algún modo (no sabía qué arteros resortes se habían tocado entre
bastidores, pero la trama estaba bastante clara) Foulke había conseguido meterse en
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