Page 123 - La máquina diferencial
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—No puedo permitírmelo, señor. La familia no lo aprueba.
               —¿Probó con los exámenes de mérito nacional?
               —No  hay  becas  para  mí,  suspendí  el  cálculo.  —Tobias  adoptó  una  expresión

           hosca—. Pero tampoco soy un científico. Es el arte para lo que yo vivo.
               ¡Quinotropía!
               —Trabajar en el teatro, ¿eh? Dicen que se lleva en la sangre.

               —Me gasto cada chelín que me sobra en tiempos de giro —dijo el muchacho—.
           Tenemos un pequeño club de entusiastas. El Palladium nos alquila su quinótropo de
           madrugada. A veces se ven cosas asombrosas, junto con un buen montón de tonterías

           de aficionado, claro.
               —Fascinante  —indicó  Mallory—.  He  oído  que,  esto...  —Tuvo  que  esforzarse
           para  recordar  el  nombre  de  aquel  hombre—.  He  oído  que  John  Keats  es  bastante

           bueno.
               —Es  viejo  —respondió  el  muchacho  con  un  implacable  encogimiento  de

           hombros—. Debería ver a Sandys. O a Hughes. ¡O a Etty! Y hay un chasqueador de
           Manchester cuyo trabajo es espléndido, Michael Radley. Vi un espectáculo suyo aquí,
           en Londres, el pasado invierno. Una gira de conferencias con un americano.
               —Las conferencias con quinótropo pueden ser muy edificantes.

               —Oh, el orador era un político yanqui muy poco honrado. Si por mí hubiera sido,
           habría echado al orador y habría ofrecido imágenes mudas.

               Mallory dejó que decayera la conversación. Tobias se removió un poco. Quería
           hablar otra vez, pero no se atrevía a tomarse tal libertad, y entonces sonó la campana.
           El muchacho se levantó como un tiro, lo que le hizo resbalar sobre sus misérrimos
           zapatos, y regresó con otro fajo de papel continuo.

               —Pelirrojas —dijo, y esbozó una sonrisa avergonzada.
               Mallory gruñó. Estudió las imágenes con suma atención. Eran mujeres caídas en

           desgracia, mujeres arruinadas que llevaban la desgracia y la ruina marcadas de forma
           indeleble en los puntitos cuadrados de su feminidad impresa. Al contrario que con los
           hombres, los rostros femeninos cobraron de alguna forma vida para Mallory. Allí una
           criatura de cara redonda del este de Londres, con una expresión más salvaje que un

           piel roja cheyene. Allá una joven irlandesa de ojos dulces, cuya mandíbula cuadrada
           sin duda le había amargado la vida. Allí una mujer de mala vida con el pelo como un

           nido de ratas y la mirada perdida por la ginebra. Ahí desafío, allí la insolencia de
           unos labios fruncidos, allá la expresión engatusadora de una inglesa sujeta demasiado
           tiempo por la abrazadera del daguerrotipo.

               Lo  capturaron  los  ojos,  con  su  calculado  ruego  de  inocencia  herida,  y  al
           reconocerla  sintió  una  especie  de  descarga  eléctrica.  Dio  unos  golpecitos  sobre  el
           papel y alzó la mirada.

               —¡Aquí está!




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