Page 130 - La máquina diferencial
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temperamento  de  Madeline,  y  que  casi  la  había  convertido  en  una  ordalía  para  la
           familia.  Pronto  ya  no  quedaría  nadie  en  casa  para  cuidar  a  los  ancianos,  salvo  la
           pequeña Ruthie. Y cuando Ruthie se casara... Bueno, ya se lo plantearía a su debido

           tiempo. Se frotó la barba sudorosa. La vida de Madeline había sido más dura que la
           de  Ernestina,  Agatha  o  Dorothy.  Debería  tener  algo  bonito,  decidió  Mallory.  Un
           regalo de boda que demostrase que se había puesto fin a su época de infelicidad.

               Se llevó la cesta del correo a su habitación, lo amontonó en el suelo, al lado del
           rebosante escritorio, y abandonó el palacio tras dejar la cesta en recepción.
               Un grupo de cuáqueros, hombres y mujeres, permanecía en la acera, en el exterior

           del  edificio.  Proferían  otra  de  sus  intolerables  cancioncillas,  monótonas  como
           sermones, al parecer algo relacionado con un «ferrocarril al cielo». La canción no
           parecía tener mucho que ver con la evolución, la blasfemia o los fósiles, pero quizá la

           simplista monotonía de sus inútiles protestas los había agotado incluso a ellos. Se
           apresuró a pasar a su lado sin prestar atención a los panfletos que le ofrecían. Hacía

           calor, un calor poco común, un calor bestial. No había ni un rayo de sol, pero el aire
           estaba  mortalmente  quieto  y  el  cielo,  alto  y  nublado,  tenía  un  aspecto  plomizo,
           encapotado, como si quisiera llover, pero se hubiera olvidado de cómo se hacía.
               Bajó  por  Gloucester  Road  hasta  la  esquina  con  Cromwell.  Había  una  nueva  y

           magnífica  estatua  ecuestre  de  Cromwell  en  el  cruce:  el  personaje  era  uno  de  los
           favoritos de los radicales. Y también había autobuses, seis cada hora, pero iban todos

           de bote en bote. Nadie quería caminar con un tiempo como aquel.
               Probó  con  el  metro  de  Gloucester  Road,  en  la  esquina  con  Ashburn  Mews.
           Cuando se disponía a descender por las escaleras, una pequeña multitud subió medio
           corriendo, tratando de escapar de un hedor de tal virulencia que lo detuvo en seco.

               Los  londinenses  estaban  acostumbrados  a  los  olores  extraños  en  sus  líneas  de
           metro, pero no cabía duda de que aquel tufo era cosa bien distinta. Comparado con el

           huraño calor de las calles, el aire subterráneo resultaba fresco, pero transportaba un
           vaho mortal, como si algo se hubiera podrido dentro de un tarro de cristal sellado.
           Mallory  se  dirigió  a  la  taquilla.  Estaba  cerrada  y  mostraba  un  cartel  que  rezaba:
           «Perdón por las molestias». No se mencionaba la naturaleza real del problema.

               Se  dio  la  vuelta.  Había  coches  de  caballos  en  el  hotel  Bailey,  al  otro  lado  de
           Courtfield  Road.  Se  dispuso  a  cruzar  la  calle,  pero  entonces  observó  un  taxi  que

           esperaba bastante cerca de él, en el bordillo, al parecer ocioso. Le hizo una seña al
           conductor y se dirigió hacia la puerta. Todavía había un pasajero dentro del vehículo.
           Esperó  con  educación  a  que  el  hombre  se  bajara,  pero  el  extraño,  al  que  parecía

           ofender la mirada de Mallory, se llevó un pañuelo al rostro y se hundió por debajo del
           nivel de la ventanilla. Luego empezó a toser. Quizá aquel hombre estaba enfermo, o
           acababa de salir del metro y todavía no había recuperado el aliento.

               Molesto, Mallory cruzó la calle y cogió un taxi en el Bailey.




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