Page 132 - La máquina diferencial
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ganchuda, de cuello subido y bigotes, acicalada, estricta y silenciosa, sino también
           por la mezcla asombrada de miedo y placer de su propio padre ante el paso del duque.
               Siempre  que  veía  la  capital  se  aferraba  al  paladar  de  Mallory  un  leve  rastro

           picante de aquella visita infantil a Londres (en 1831, el primer año de la Época de los
           Problemas,  el  último  del  antiguo  régimen  de  Inglaterra).  Unos  cuantos  meses
           después, en Lewes, su padre había lanzado vítores enfervorecidos al llegar la noticia

           de  la  muerte  de  Wellington  en  un  atroz  atentado.  Pero  Mallory  había  llorado  en
           secreto, embargado por una amarga pena por alguna razón que ahora no recordaba.
               Su  criterio,  más  experimentado  ahora,  veía  en  el  Duque  de  Wellington  a  la

           víctima  anticuada  e  ignorante  de  un  movimiento  que  estaba  más  allá  de  su
           comprensión.  Era  más  Carlos  I  que  rey  Juan.  Wellington  había  defendido  de  una
           forma  muy  estúpida  los  intereses  de  la  nobleza  tory  de  sangre  azul,  debilitada  y

           decadente, una clase destinada a ser barrida del poder por la prometedora clase media
           y los meritócratas intelectuales. Pero, en realidad, Wellington no era un hombre de

           sangre  azul;  en  otro  tiempo  había  sido  el  sencillo  Arthur  Wellesley,  cuyo  origen
           irlandés resultaba bastante modesto.
               Es más, le parecía a Mallory que, como soldado, Wellington había demostrado un
           dominio muy loable de su oficio. Era solo como político civil y como primer ministro

           reaccionario cuando Wellington había juzgado pésimamente el tenor revolucionario
           de la era de la industria y la ciencia. Y había pagado por su falta de visión con su

           honor, su poder y su vida.
               La Inglaterra que Wellington había conocido y mal gobernado, la Inglaterra de la
           infancia de Mallory, había atravesado un tiempo de huelgas, manifiestos y protestas
           hasta  llegar  a  las  revueltas,  la  ley  marcial,  las  matanzas,  la  guerra  abierta  y  una

           anarquía  casi  absoluta.  Solo  el  Partido  Radical  Industrial,  con  su  atrevida  visión
           racional de un nuevo orden integral, había salvado a Inglaterra del abismo.

               Pero aun así, pensaba él, aun así debería haber un monumento en alguna parte.
               El cabriolé subió por Piccadilly, pasó Down Street, Whitehorse Street, Half Moon
           Street. Mallory ojeó su agenda y encontró la tarjeta de visita de Laurence Oliphant. El
           hombre vivía en Half Moon Street. Pensó en parar el taxi para ver si estaba en casa.

           Si, al contrario que la mayor parte de los cortesanos elegantes, Oliphant se levantaba
           antes de las diez, quizá tuviera algo parecido a un cubo de hielo en su casa, y quizá

           una  gota  de  algo  para  abrir  los  poros.  A  Mallory  le  parecía  agradable  la  idea  de
           irrumpir con todo atrevimiento en el día de Oliphant, y quizá sorprenderlo en medio
           de alguna intriga furtiva.

               Pero  lo  primero  era  lo  primero.  Quizá  probaría  con  Oliphant  cuando  hubiese
           completado su recado.
               Detuvo  el  taxi  a  la  entrada  de  la  Arcada  Burlington.  El  gigantesco  zigurat

           enmarcado en hierro de Fortnum y Mason acechaba al otro lado de la calle, entre una




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