Page 136 - La máquina diferencial
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bala del asesino, la salpicadura húmeda y abrasadora de la corrosión.
Empezó a caminar más deprisa. El estuche le golpeaba dolorosamente la pierna.
Entró en Berkeley Square, donde una pequeña grúa de vapor, resoplando animosa
entre un par de plátanos astillados, balanceaba una gran bola de hierro contra una
fachada georgiana medio derrumbada. Una multitud de espectadores disfrutaba del
espectáculo. Se unió a ellos tras la barricada de caballetes, envuelto por el acre olor a
yeso antiguo, y por un momento se sintió seguro. Espió al caballero de la tos con una
mirada de soslayo. El tipo parecía bastante siniestro y nervioso por haber perdido de
momento a Mallory entre la multitud. Pero no se le antojaba enloquecido por el odio
ni preparado para matar. Observaba a su alrededor, entre las piernas de los
espectadores, en busca de la caja del reloj de Mallory.
Esa era una oportunidad para perder al canalla. Mallory se lanzó plaza abajo a
toda prisa, aprovechando el refugio que le proporcionaban los árboles. En el otro
extremo de la plaza bajó por Charles Street, flanqueada a izquierda y derecha por
enormes mansiones del siglo XVIII, casas señoriales de cuyos ornamentados forjados
colgaban modernos escudos de armas. Tras él, un lujoso faetón salió de su garaje, lo
que le dio la oportunidad de detenerse, girar y estudiar la calle.
Le había fallado la táctica. El caballero de la tos estaba a solo unos metros de él,
un poco fatigado quizá, y con el rostro rojo debido al calor plomizo, pero no lo había
despistado. Estaba esperando a que Mallory se moviera de nuevo y tenía buen
cuidado de no mirarlo. Lo que hacía era contemplar con aparente anhelo la entrada de
un pub llamado «Yo Soy el Único Lacayo Corredor». Se le ocurrió a Mallory dar la
vuelta y entrar en el Lacayo Corredor, donde podría perder al caballero de la tos entre
la multitud. O quizá podría saltar, en el último momento, a un ómnibus que se alejara,
si es que podía subir a bordo su valiosa caja.
Pero no esperaba mucho de tales recursos. Aquel tipo tenía la firme ventaja del
terreno y todos los trucos sucios del delincuente londinense. Mallory se sentía como
uno de esos torpes bisontes de Wyoming. Siguió adelante con el pesado reloj. Le
dolía la mano, y empezaba a cansarse.
Al final de Queens Way, una draga y dos excavadoras causaban cada vez más
estragos entre las ruinas de Shepherd Market. Rodeaba la obra una valla con las
tablas rotas y llenas de agujeros realizados por espectadores impacientes. Las
habituales mujeres con la cabeza cubierta por un pañuelo y los vendedores
ambulantes, siempre escupiendo tabaco y desplazados de sus lugares tradicionales,
habían montado los últimos puestos justo al otro lado de la valla. Mallory recorrió la
hilera de ostras malolientes y verduras blandas. Al final del vallado, algún accidente
de planificación había dejado un callejón estrecho; tablones polvorientos a un lado,
ladrillo desmenuzado al otro. Brotaban hierbajos fétidos entre las antiguas losas
llenas de orines. Mallory se asomó cuando una vieja tocada con un sombrero se
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