Page 135 - La máquina diferencial
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forrados de periódicos y se alejó a toda prisa, sin cojera alguna, para perderse por las
           atestadas aceras de Cork Street.
               Mallory se volvió al instante y miró tras él. A su espalda había un hombre alto,

           esbelto, de largas piernas, con una nariz de botón y largas patillas, ataviado con un
           abrigo alberto corto y pantalones lisos. En el momento en el que la mirada de Mallory
           lo sorprendió, el hombre se llevó un pañuelo a la cara. Tosió de un modo distinguido

           y luego se secó un poco los ojos. Luego, con un repentino sobresalto teatral, pareció
           recordar algo que había olvidado. Se giró y comenzó a regresar sin prisas hacia la
           arcada Burlington. Ni una vez había mirado directamente a Mallory.

               Este también sintió un repentino interés fingido por los cierres del estuche de su
           reloj. Posó la caja en el suelo, se inclinó y miró los trocitos de latón brillante mientras
           su cerebro se ponía en funcionamiento y un escalofrío le recorría la espalda. El truco

           del pañuelo del canalla lo había delatado. Lo reconoció entonces como el hombre al
           que había visto al lado de la estación de metro de Kensington, el caballero de la tos

           que  no  renunciaba  a  su  taxi.  Es  más,  pensó  Mallory,  cuya  mente  comenzaba  a
           comprenderlo  todo,  el  caballero  de  la  tos  era  también  el  hombre  maleducado  que
           había discutido con el taxista por el precio, en Piccadilly. Llevaba detrás de él todo el
           camino desde Kensington. Lo estaba siguiendo.

               Agarró el estuche del reloj con fuerza y empezó a caminar con tranquilidad por
           los  jardines  Burlington.  Giró  a  la  derecha  en  Old  Bond  Street.  Los  nervios  le

           zumbaban con el instinto del acechador. Había sido un necio al darse la vuelta y mirar
           primero. Quizá se había delatado a su perseguidor. Mallory no se giró para mirar otra
           vez, sino que se paseó fingiendo lo mejor que podía un momento de ocio. Se detuvo
           delante de los estantes de terciopelo de una joyería. Estaban repletos de camafeos,

           pulseras y diademas de fiesta para su dama, y contempló la calle que tenía detrás en
           el cristal reluciente protegido por barras de hierro.

               Vio al caballero de la tos reaparecer casi al instante. El hombre se había quedado
           de momento bastante atrás, cuidando de mantener entre él y Mallory a varios grupos
           de compradores londinenses. El caballero de la tos tenía unos treinta y cinco años,
           cabellos grises en las patillas y un abrigo alberto cosido a máquina que no parecía

           tener nada de especial. Su rostro era el de cualquiera en Londres, quizá un poco más
           pesado, los ojos un poco más fríos, una boca más lúgubre bajo el botón de la nariz.

               Mallory giró otra vez a la izquierda, por Bruton Street. La caja del reloj resultaba
           más incómoda a cada paso que daba. Allí, las tiendas carecían del conveniente cristal
           en ángulo. Se quitó el sombrero al pasar una mujer bonita y fingió echar un vistazo a

           sus tobillos. El caballero de la tos todavía seguía con él.
               Quizá fuera cómplice del ojeador y su mujer. Un rufián contratado, un mercenario
           con una pistola de cañón corto en el bolsillo de ese abrigo alberto. O con un frasco de

           vitriolo. Se le puso de punta el vello de la nuca al anticipar el impacto repentino de la




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