Page 131 - La máquina diferencial
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—A Piccadilly —ordenó.
El conductor chasqueó la lengua para animar a su sudoroso rocín y rodaron hacia
el este por Cromwell Road. Una vez en marcha, la leve brisa que entraba por la
ventanilla tornó el calor menos opresivo, y Mallory se animó un poco. Cromwell
Road, Thurloe Place, Brompton Road... En sus inmensos proyectos de
reconstrucción, el Gobierno había reservado aquellas secciones de Kensington y
Brompton para una gigantesca explanada de museos y palacios de la Real Sociedad.
Uno tras otro pasaron ante su ventanilla en toda su sobria majestad de cúpulas y
columnatas: Física, Economía, Química... Uno podía quejarse de algunas
innovaciones radicales, reflexionó Mallory, pero no se podía negar el buen sentido y
la justicia de las estupendas sedes consagradas a los estudiosos que se ocupaban del
trabajo más noble de la humanidad. Y, por supuesto, al ayudar a la ciencia los
palacios habían devuelto el suntuoso coste de su construcción al menos una docena
de veces.
Subió por Knightsbridge y pasó por Hyde Park Corner hasta el Arco de
Napoleón, un regalo de Luis Napoleón para conmemorar la entente anglofrancesa. El
gran arco de hierro, con su lujoso esqueleto de puntales y pernos, sostenía una amplia
población de cupidos alados y damas con antorchas envueltas en colgaduras. Un
bonito monumento, pensó Mallory, y a la última moda. Su elegante solidez parecía
negar que en algún momento hubiera habido alguna traza de discordia entre Gran
Bretaña y su aliado más firme, la Francia imperial. Quizá, pensó con ironía, de los
«malentendidos» de las guerras napoleónicas se podría culpar al tirano Wellington.
Aunque Londres no poseía ningún monumento dedicado al duque de Wellington,
a veces a Mallory le parecía que los recuerdos implícitos de aquel hombre todavía
rondaban por la ciudad, como un fantasma que no había hallado descanso. En otro
tiempo se había exaltado allí al gran vencedor de Waterloo, había sido calificado de
salvador de la nación británica. Wellington había sido ennoblecido y había ostentado
el cargo más alto de esta tierra. Pero en la Inglaterra moderna lo vilipendiaban
llamándolo bruto jactancioso, un segundo rey Juan, el carnicero de su propio pueblo
inquieto. Los radicales jamás habían olvidado su odio por su primer y más formidable
enemigo. Había pasado toda una generación desde la muerte de Wellington, pero el
primer ministro Byron todavía escupía sobre la memoria del duque el ácido de su
formidable elocuencia.
Aunque Mallory era un hombre leal al Partido Radical, no le convencía el simple
abuso retórico. En privado sostenía su propia opinión sobre aquel tirano muerto tanto
tiempo atrás. En su primer viaje a Londres, a los seis años, Mallory había visto al
duque de Wellington; pasaba en su carruaje dorado por la calle, con una escolta de
caballería armada que trotaba tintineante a su lado. Y el pequeño Mallory se había
sentido inmensamente impresionado no solo por aquella famosa cara de la nariz
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