Page 169 - La máquina diferencial
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Madre de Serpiente Moteada o Madre de Caballo Cojo. Pero la verdad es que yo no
           podría jurar si alguno de esos nombres era cierto. Teníamos con nosotros un mestizo
           franchute y borracho que actuaba de intérprete y mentía como un canalla.

               Disraeli estaba decepcionado.
               —Entonces, ¿nunca habló directamente con ella?
               —No lo sé. Llegué a un punto en el que me podía manejar bastante bien con el

           lenguaje de signos. Se llamaba Wak si ni ja wah o Wak ni si wah ja, algo parecido.
               —¿Qué le parece si la llamo «Doncella de la Pradera»?
               —Dizzy, era viuda. Tenía dos hijos crecidos. Le faltaban algunos dientes y era

           enjuta como un lobo.
               Disraeli suspiró.
               —No está cooperando, Mallory.

               —De acuerdo. —Mallory se tiró de la barba—. Era una buena costurera; podría
           decir eso. Nos ganamos su, bueno, su amistad dándole agujas. Agujas de acero en

           lugar  de  astillas  de  hueso  de  bisonte.  Y  cuentas  de  cristal,  por  supuesto.  Todos
           quieren cuentas de cristal.
               —«Tímida  al  principio,  a  Flor  de  la  Pradera  la  venció  su  innato  amor  por  las
           dotes  femeninas»  —dijo  Disraeli  mientras  garabateaba.  Disraeli  fue  puliendo  los

           bordes del asunto, poco a poco, mientras Mallory se retorcía en la silla.
               No  se  parecía  en  nada  a  la  verdad.  La  verdad  no  se  podía  escribir  en  papel

           civilizado. Mallory había conseguido sacarse de la cabeza todo aquel grosero asunto.
           Pero  no  lo  había  olvidado,  no  del  todo.  Mientras  Disraeli  seguía  allí  sentado,
           garabateando su melaza sentimental, la verdad se abalanzó sobre Mallory con una
           fuerza brutal.

               Nevaba en el exterior de las tiendas cónicas, y los cheyenes habían bebido. Se
           había organizado un pandemónium de borrachos que proferían alaridos, porque los

           desgraciados no tenían ni idea de lo que era en realidad el licor: para ellos se trataba
           de un veneno y de una llamada al íncubo. Hacían cabriolas y se bamboleaban como
           los pacientes de un manicomio, disparaban sus rifles hacia el vacío cielo americano y
           luego se arrojaban al suelo helado con los ojos en blanco, presas de las visiones. Una

           vez que empezaban, podían seguir así durante horas.
               Mallory no había querido acudir a la viuda. Llevaba muchos días luchando contra

           la tentación, pero al fin había llegado el momento de reconocer que le haría mucho
           menos daño a su alma si terminaba de una vez por todas con aquel asunto. Así que se
           había bebido dos dedos de una de las botellas de güisqui y dos dedos del matarratas

           barato de Birmingham que habían traído junto con los rifles. Entró entonces en la
           tienda donde la viuda se sentaba acurrucada entre sus mantas y cueros, sobre el fuego
           de  estiércol.  Los  dos  hijos  salieron  con  expresión  lúgubre,  guiñando  los  ojos  para

           protegerse del viento.




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