Page 170 - La máquina diferencial
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Mallory le mostró una aguja nueva y le indicó lo que quería mediante gestos
obscenos con las manos. La viuda asintió con el bamboleo exagerado de alguien para
quien un asentimiento es un idioma extraño y se deslizó entre su nido de pieles, se
tendió de espaldas con las piernas separadas y alzó los brazos. Mallory trepó sobre
ella, se coló bajo las mantas, se sacó el miembro tenso y dolorido de los pantalones y
se lo metió a la mujer entre las piernas. Pensó que todo terminaría enseguida y quizá
sin demasiada vergüenza, pero la experiencia resultó demasiado extraña y
sobrecogedora para él. El celo continuó durante largo tiempo, y hubo un momento en
el que la viuda empezó a mirarlo con una especie de timidez quejumbrosa y a tirarle
con gesto curioso del pelo de la barba. Pero por fin el calor, la dulce fricción, el olor a
animal puro que emanaba la india, derritieron algo en su interior y se vertió durante
un buen rato, se vertió en el interior de ella, aunque no había querido hacerlo. Las
otras tres veces que fue a verla más adelante se retiró y no corrió el riesgo de dejar
encinta a la pobre criatura. Lamentó mucho haberlo hecho siquiera una vez.
Pero si estaba en estado cuando se marcharon, había muchas probabilidades de
que el niño no fuera suyo, sino de alguno de los otros hombres.
Por fin Disraeli pasó a otros asuntos y las cosas se hicieron más fáciles. Pero
Mallory dejó sus habitaciones lleno de amargura y confusión. No era la florida prosa
de Disraeli lo que había agitado el demonio en su interior, sino el poder salvaje de sus
propios recuerdos. El odio vital había regresado como nunca. Estaba tenso e inquieto
por los efectos de la lujuria y sentía que había perdido el control. No había estado con
mujer alguna desde Canadá, y la chica francesa de Toronto no le había parecido del
todo limpia. Necesitaba una mujer, y con urgencia. Una inglesa, una chica de campo
con piernas sólidas y blancas, con brazos pálidos, gruesos, pecosos...
Volvió a Fleet Street. Al regresar al aire libre, los ojos empezaron a escocerle de
inmediato. No había señal de Fraser entre la bulliciosa multitud. La oscuridad del día
resultaba en verdad extraordinaria. Apenas era mediodía, pero la cúpula de San Pablo
ya estaba cubierta por una bruma sucia. Grandes esferas giratorias de niebla aceitosa
ocultaban las agujas y los grandes carteles de Ludgate Hill. Fleet Street era un caos
estruendoso y abarrotado, todo restallidos de látigo, bufidos de vapor y gritos. Las
mujeres de las aceras se agazapaban bajo sus parasoles manchados de hollín y
caminaban medio dobladas, y tanto los hombres como las mujeres se llevaban el
pañuelo a los ojos y a la nariz. Hombres y muchachos, cuyos alegres canotiés de paja
ya estaban moteados de detrito, cargaban con sacos de viaje familiares y maletas con
asas de goma. Un tren de recreo atestado pasó bufando por la reducida vía elevada de
la línea Londres, Chatham y Dover. La nube de cenizas que dejaba a su paso pendía
en el aire plomizo como un estandarte de suciedad.
Mallory estudió el cielo. Había desaparecido la porquería gelatinosa y
deshilachada del humo de las chimeneas, absorbida por una niebla opaca que se
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