Page 177 - La máquina diferencial
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impregnaba un tufo áspero, como a ropa de cama quemada.
               Quizá los galones imperiales de manganato de sosa de Kelly habían corroído las
           cañerías.  En  cualquier  caso,  parecía  que  este  hedor  al  final  había  derrotado  a  los

           huéspedes del palacio, porque apenas quedaba un alma en el vestíbulo y no se oía ni
           un murmullo en el comedor.
               Mallory intentaba que lo atendieran en el salón, entre las pantallas lacadas y los

           tapizados  de  seda  roja,  cuando  apareció  el  propio  Kelly  con  el  rostro  tenso  y
           decidido.
               —¿Doctor Mallory?

               —¿Sí, Kelly?
               —Tengo malas noticias para usted, señor. Ha acaecido un desgraciado suceso. Un
           incendio, señor.

               Mallory miró a Fraser.
               —Sí, señor —dijo el conserje—. Señor, cuando se fue hoy, ¿dejó quizá ropa cerca

           del mechero de gas? ¿O un puro todavía encendido?
               —¡No querrá decir que el fuego se produjo en mi habitación!
               —Eso me temo, señor.
               —¿Un incendio grave?

               —Los huéspedes eso pensaron, señor. Y también los bomberos.
               —Kelly  no  dijo  nada  sobre  la  opinión  del  personal  del  palacio,  pero  su  rostro

           dejaba claros sus sentimientos.
               —¡Siempre  apago  el  gas!  —espetó  Mallory—.  No  lo  recuerdo  con  exactitud...
           pero yo siempre apago el gas.
               —Su puerta estaba cerrada con llave, señor. Los bomberos tuvieron que entrar por

           la fuerza.
               —Querríamos echar un vistazo —sugirió Fraser con suavidad.

               Habían  abierto  con  un  hacha  la  puerta  de  la  habitación  de  Mallory,  y  el  suelo
           combado  estaba  cubierto  de  arena  y  agua.  Los  montones  de  revistas  y
           correspondencia  habían  ardido  con  fiereza  y  habían  consumido  por  completo  su
           escritorio  y  un  gran  trozo  ennegrecido  de  alfombra.  Había  un  enorme  agujero

           carbonizado en la pared, detrás del escritorio, y arriba, en el techo, donde las vigas y
           los cabrios desnudos habían quedado reducidos a carbón. El guardarropa de Mallory,

           repleto de galas londinenses, había ardido y quedado reducido a cenizas y un espejo
           roto. Mallory estaba fuera de sí, abrumado por la rabia y un profundo sentimiento de
           vergüenza.

               —¿Cerró la puerta con llave, señor? —preguntó Fraser.
               —Siempre lo hago. ¡Siempre!
               —¿Me permite ver su llave? Mallory entregó a Fraser su llavero. El policía se

           arrodilló en silencio al lado del astillado marco de la puerta. Examinó la cerradura




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