Page 182 - La máquina diferencial
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la vida se vivía a fondo y la muerte era rápida y honesta. Ojalá estuviera lejos de
           Londres, de nuevo en una expedición. Podía cancelar todos sus compromisos. Podía
           solicitar fondos a la Real Sociedad, o todavía mejor, a la Sociedad Geográfica. ¡Se

           iría  de  Inglaterra!  —No  es  necesario  que  haga  eso,  señor  —dijo  Fraser—.  En
           realidad, bien podría empeorar las cosas.
               —¿Estaba hablando en voz alta?

               —Un poco, señor. Sí.
               —¿Dónde podría un hombre conseguir un rifle de caza de primera clase aquí en
           la ciudad, Fraser?

               Se  encontraban  detrás  del  parque  de  Chelsea,  en  un  lugar  llamado  Camera
           Square, donde las tiendas ofrecían productos ópticos muy caros: talbotipos, linternas
           mágicas,  fenaquistiscopios,  telescopios  para  el  aficionado  a  la  observación  de  las

           estrellas. Había microscopios de juguete para el joven intelectual de la casa, porque a
           los niños solían interesarles mucho los animálculos que se agitaban en el agua de un

           estanque. Las diminutas criaturas no tenían ningún interés práctico, pero su estudio
           podría guiar las jóvenes mentes hacia las doctrinas de la verdadera ciencia. Azuzado
           por la emoción, Mallory se detuvo ante un escaparate que exhibía tales microscopios.
           Le  recordaron  al  amable  y  anciano  lord  Mantell,  que  le  había  ofrecido  su  primer

           trabajo ordenando las cosas en el museo de Lewes. De ahí había pasado a catalogar
           huesos y huevos de pájaro, hasta que al final había logrado acceder a una auténtica

           beca de Cambridge. Recordó que el anciano lord llegaba a entusiasmarse con la rama
           de abedul, pero con toda probabilidad no más de lo que Mallory se merecía.
               Se  oyó  un  extraño  zumbido  que  procedía  de  calle  arriba.  Mallory  miró  en  esa
           dirección  y  vio  una  figura  extraña,  fantasmal  y  medio  agazapada  que  surgía  de  la

           niebla. La ropa aleteaba a su alrededor debido a la velocidad y portaba un par de
           bastones ladeados bajo los brazos.

               Mallory se apartó de un brinco en el último momento y el muchacho pasó como
           un tiro a su lado, con un chillido de alegría. Se trataba de un joven londinense de unos
           trece años que patinaba sobre unas botas con ruedas de caucho. El muchacho giró con
           rapidez,  derrapó,  se  detuvo  con  pericia  y  empezó  a  impulsarse  de  nuevo  con  los

           bastones por la acera. De repente, Mallory y Fraser se vieron rodeados por toda una
           jauría de muchachos que saltaban y chillaban con diabólico regocijo. Ninguno de los

           otros calzaba zapatos con ruedas, pero casi todos lucían las pequeñas máscaras de tela
           cuadrada que los empleados de la Oficina se ponían para cuidar de sus máquinas.
               —¡A ver, muchachos! —ladró Fraser—. ¿De dónde habéis sacado esas máscaras?

           No le hicieron ningún caso.
               —¡Eso ha sido tremendo! —gritó uno de ellos—. ¡Hazlo otra vez, Bill!
               Otro  de  los  muchachos  dobló  la  pierna  tres  veces  en  un  extraño  movimiento

           ritual, antes de dar un gran salto y cacarear:




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