Page 187 - La máquina diferencial
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Mientras tanto, la estación de Kings Road se había ido llenando poco a poco de
           rufianes beodos y vociferantes, así como de una variopinta especie de alborotador.
           Resultaba muy interesante como fenómeno social, pero Mallory no estaba de humor

           para pasar la noche en el triste catre de una áspera celda. Su gusto se había fijado de
           forma testaruda en algo bien diferente.
               Así  que  con  gran  amabilidad  había  pedido  señas  a  un  atosigado  y  agotado

           sargento, las había anotado cuidadosamente en su libreta de campo y había salido de
           la estación. No tuvo problema en encontrar los jardines de Cremorne.
               Allí, la situación resultaba una estupenda indicación de la dinámica de crisis en

           que estaba sumida la ciudad. La calma era notoria. Nadie en los jardines parecía ser
           consciente de los acontecimientos que se sucedían más allá, de las ondas de choque
           de disolución localizada que aún no habían impregnado el sistema.

               Además,  el  hedor  no  resultaba  allí  tan  intolerable.  Los  jardines  se  hallaban  en
           Chelsea Reach, corriente arriba del Támesis y bastante alejados de lo peor del río.

           Desde la corriente soplaba una leve brisa nocturna que transportaba un olor a pescado
           que no llegaba a resultar desagradable. La bruma quedaba partida por las grandes y
           espesas ramas de los viejos olmos de Cremorne. El sol se había puesto y un millar de
           brumosas luces de gas centelleaban para placer del público.

               Mallory  podía  imaginarse  el  encanto  pastoral  de  los  jardines  en  tiempos  más
           felices.  Allí  había  brillantes  lechos  de  geranios,  zonas  de  césped  bien  cuidado,

           agradables  quioscos  rodeados  de  enredaderas,  caprichosos  absurdos  de  escayola  y,
           por  supuesto,  el  famoso  Círculo  de  cristal.  Y  también  la  «plataforma  de  los
           monstruos»,  una  enorme  pista  de  baile  techada,  pero  sin  paramentos,  donde  miles
           podían  pasear,  o  bailar  el  vals  o  la  polca  sobre  un  suelo  de  madera  en  el  que  se

           notaban los surcos creados por el uso. Dentro había puestos de licores, y comida, y un
           gran  panmelodio  cuya  palanca  activaba  un  caballo  y  que  tocaba  un  popurrí  de

           fragmentos de óperas predilectas.
               Sin  embargo,  aquella  noche  no  había  miles  de  personas.  Quizá  trescientas
           circulaban indiferentes, y no más de cien presentaban un aspecto respetable. Mallory
           asumió que este centenar estaba harto del confinamiento, o que se trataba de parejas

           capaces de superar toda desapacibilidad con tal de verse. De los otros, dos tercios
           eran varones más o menos desesperados y prostitutas más o menos desvergonzadas.

               Mallory se tomó otros dos güisquis en el bar de la plataforma. El licor era barato
           y  tenía  un  olor  peculiar,  ya  hubiera  sido  mancillado  por  el  hedor  o  rebajado  con
           cuerno de ciervo, potasa o cuasia. O quizá con bayas indias, ya que aquel brebaje

           tenía el color de la mala cerveza. Los vasitos se asentaron en su estómago como un
           par de carbones al rojo.
               Muy poca gente bailaba, algunas parejas que se atrevían con un vals a pesar de

           ser demasiado conscientes de su soledad. Ni en sus mejores momentos Mallory se




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