Page 273 - La máquina diferencial
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El médico, un hombre meticuloso, también tomó nota de un objeto descubierto
           bajo la barba blanca y luenga. Alrededor del cuello del gran hombre, colgado de una
           fina cadena de acero, había un sello antiguo de mujer que mostraba el blasón de la

           familia  Byron  y  el  lema  «Crede  Byron».  La  nota  cifrada  del  médico  es  la  única
           prueba conocida de este aparente legado, posiblemente una muestra de aprecio.
               Es  muy  probable  que  Sandys  se  incautara  del  anillo,  aunque  un  catálogo

           meticuloso de las posesiones de este, realizado después de su muerte en 1940, no lo
           menciona.
               Tampoco se hace mención alguna de este anillo en el testamento de Mallory, un

           documento muy elaborado y, por lo demás, preciso e impecable.





           Imagínense a Edward Mallory en su despacho de erudito, en su palaciego hogar de
           Cambridge.  Es  tarde.  El  gran  paleontólogo,  cuyos  días  de  campo  hace  ya  mucho
           tiempo que han quedado atrás y que ha renunciado a la presidencia, dedica ahora el

           invierno de su vida a asuntos teóricos y a labores más sutiles de la administración
           científica.
               Hace ya mucho que lord Mallory ha modificado las doctrinas catastrofistas de su

           juventud y ha abandonado con dignidad la desacreditada noción de que la Tierra no
           tiene  más  de  trescientos  mil  años,  tras  ver  que  el  fechado  radiactivo  demuestra  lo
           contrario. Para Mallory es suficiente con que el catastrofismo resultara ser el camino

           acertado que condujo a una verdad geológica superior, y que lo llevó a él a su mayor
           triunfo personal: el descubrimiento, en 1865, de la deriva continental.
               Más que el brontosauro, más que los huevos ceratopsianos del desierto de Gobi,

           es este salto asombroso, temerario y sobre todo perspicaz, lo que le ha asegurado una
           fama inmortal.
               Mallory,  que  duerme  poco,  se  sienta  ante  un  escritorio  japonés  curvilíneo,  de

           marfil artificial. Detrás de las cortinas abiertas, unas bombillas incandescentes brillan
           tras las ventanas policromadas de estampados abstractos de su vecino más cercano.
           La casa del vecino, como la de Mallory, es un motín de formas orgánicas orquestadas

           con  meticulosidad  y  coronadas  por  un  tejado  de  escamas  de  dragón  iridiscentes
           hechas  de  cerámica,  el  estilo  arquitectónico  moderno  que  domina  en  Inglaterra,
           aunque la moda en sí tiene sus orígenes en el cambio de siglo y en la floreciente

           República de Cataluña.
               Mallory  ha  puesto  fin  hace  apenas  un  rato  a  una  reunión  supuestamente
           clandestina  de  la  Sociedad  de  la  Luz.  Como  jerarca  superior  de  esta  menguante

           fraternidad, esta noche luce el traje de ceremonia oficial. La casulla de lana, de un
           color índigo regio, está ribeteada de escarlata. La falda hasta el suelo, también de
           color  índigo,  de  seda  artificial  y  con  un  ribete  similar,  está  decorada  con  bandas

           concéntricas de piedras semipreciosas. Ha dejado a un lado la corona con forma de


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