Page 333 - La máquina diferencial
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virtualmente instantánea destrucción de la carrera política del hombre que la
traicionó.
Ella bajó los ojos y pareció meditarlo.
—¿De verdad es posible? —preguntó.
—Su testimonio lo haría posible. Yo solo sería el instrumento de su entrega.
—No —dijo ella al fin—. Si lo denunciara públicamente, me denunciaría también
a mí misma. Charles no es el único que tiene que temer, como ha dicho usted mismo.
Recuerde que yo estaba allí aquella noche, en el hotel Grand’s. Sé lo largo que puede
ser el brazo de la venganza.
—No he dicho nada de denunciarlo públicamente. Bastaría con el chantaje. Los
ojos de la mujer cobraron un aire distante entonces, como si estuviera caminando por
el lejano pavimento de la memoria. —Estaban tan cerca Charles y mi padre, o al
menos eso parecía... Quizá si las cosas hubieran sido diferentes... —Egremont tiene
que vivir con esa traición. Es el crucial grano de irritación constante que la
depravación de su política ha provocado. Su telegrama galvanizó
su sentimiento de culpa, el terror a que sus iniciales simpatías luditas quedaran al
descubierto. Ahora quiere domesticar a la bestia, y hacer del terror político su aliado.
Pero usted y yo nos interponemos en su camino.
Los ojos azules de la chica estaban extrañamente calmados.
—La verdad es que me gustaría creerlo, señor Oliphant.
—Yo la mantendré a salvo —dijo Oliphant, sorprendido por la intensidad de sus
palabras—. Mientras permanezca en Francia, estará bajo la protección de amigos
poderosos, colegas míos, agentes de la corte imperial. Un coche la espera fuera, y un
estenógrafo, para recoger los detalles de su testimonio.
Con una torturada y flatulenta exhalación de aire comprimido, un pequeño
panmelodio se activó en la parte trasera del café. Oliphant se volvió y se cruzó con la
mirada del mouchard Beraud, quien estaba fumando en una pipa de arcilla holandesa
en medio de un grupo de kinotropistes.
—¿Madame Tournachon? —dijo Oliphant mientras se levantaba—. ¿Puedo
ofrecerle el brazo?
—¿Ya está curado? —Se levantó con un frufrú del miriñaque.
—Totalmente —dijo Oliphant recordando el tajo, rápido como un relámpago, de
la espada del samurai, en Edo, entre las sombras. Había intentado detenerlo con una
fusta.
Mientras la música del panmelodio, activada por una máquina, hacía levantarse
de sus sillas a las grisettes, ella aceptó el brazo que le ofrecía.
Una chica irrumpió en el local desde las calles, con los pechos desnudos teñidos
de verde. Alrededor de la cintura llevaba una estructura angulosa hecha de hilo de
cobre, como las hojas de una palmera interpretadas por un quinótropo. La seguían dos
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