Page 328 - La máquina diferencial
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—Puede.  Dígame  lo  que  sabe  de  las  dificultades  experimentadas  por  la  Gran
           Napoleón.
               —Muy  poco.  Wakefield,  de  la  Central  de  Estadística,  mencionó  algo.  ¿La

           máquina ha dejado de funcionar bien?
               —Los  ordinateurs,  gracias  a  Dios,  no  son  mi  especialidad.  La  Napoleón  se
           comporta  con  su  acostumbrada  velocidad  y  precisión  en  la  mayoría  de  los  casos,

           según  me  han  informado,  pero  un  elemento  outré  de  inconsistencia  afecta  a  sus
           funciones superiores. —Arslau suspiró—. Funciones superiores que son una razón de
           no  poco  orgullo  para  la  nación  y  que  me  han  obligado  a  estudiar  detenidamente

           resmas  enteras  de  la  más  obtusa  prosa  técnica  que  puede  encontrarse  en  todo  el
           imperio.  Para  nada,  según  parece,  puesto  que  el  responsable  ya  está  en  nuestras
           manos.

               —¿El responsable?
               —Un  miembro  reconocido  de  Les  Files  de  Vaucanson.  Su  nombre  carece  de

           importancia.  Lo  arrestaron  en  Lyón  por  su  participación  en  un  caso  de  fraude
           relacionado con un ordinateur municipal. Ciertos elementos de su confesión posterior
           llamaron  la  atención  de  la  Comisión  de  Servicios  Especiales  y,  más  tarde,  de  la
           nuestra.  Durante  los  interrogatorios,  reveló  su  responsabilidad  en  el  lamentable

           estado de nuestra Gran Napoleón.
               —¿Confesó ser el autor de le sabotage, pues?

               —No. No confesó tal cosa. Se negó hasta el final. Con respecto a la Napoleón,
           solo admitió haber introducido una secuencia determinada de tarjetas perforadas, una
           fórmula matemática.
               Oliphant observó cómo ascendía el humo de su cigarro hacia el elevado techo de

           yeso rosado. —La fórmula vino de Londres —continuó Arslau—. La obtuvo de una
           inglesa.

               Se llamaba Sybil Gerard.
               —¿Han intentado analizar la fórmula?
               —No. Fue robada, según nuestro jacquardino, por una mujer conocida como
               Flora Bartelle, una americana, según parece.

               —Ya  veo.  —En  ese  caso  dígame  lo  que  ve,  amigo  mío,  porque  yo  estoy
           totalmente a oscuras. El Ojo. Omnisciente, el sublime peso de su percepción se cernía

           sobre él desde todas direcciones. Oliphant titubeó. Sin que nadie se diera cuenta, un
           poco de ceniza cayó sobre la suntuosa alfombra de Arslau.
               —Aún  tengo  que  ver  a  Sybil  Gerard  —dijo—,  pero  puede  que  tenga  alguna

           información relacionada con la fórmula que ha mencionado usted. Hasta es posible
           que pueda conseguirle una copia. Sin embargo, no puedo prometer nada hasta que no
           tenga  la  ocasión  de  entrevistarme  con  la  dama,  en  privado  y  durante  el  tiempo

           suficiente.




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