Page 324 - La máquina diferencial
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—Sí.
—Será el Bessemer, señor. ¿Con la tarjeta del Crédito Nacional, señor?
Oliphant pagó el billete a Calais con los billetes que el señor Beadon le había
dado. Las nueve menos diez, según el reloj de oro de su padre. A las nueve en punto
subió al tren en el último momento posible y pagó el billete a Dover directamente al
revisor.
El vapor oscilante Bessemer, con sus cubiertas gemelas empapadas por la espuma de
Dover, partió hacia Calais al llegar la medianoche. Oliphant, tras haber visitado al
sobrecargo con su billete de segunda clase y sus libras esterlinas, estaba sentado en
un sillón de brocado del salón, y tomaba un brandy mediocre mientras observaba a
sus compañeros de travesía. Eran, veía con satisfacción, un grupo totalmente carente
de interés.
No le gustaban los vapores oscilantes, pues encontraba que los movimientos de la
cubierta, controlados por una máquina y concebidos para compensar el balanceo de la
embarcación, resultaban más inquietantes que el alabeo normal de un barco en el mar.
Además, a efectos prácticos, el salón carecía de ventanas. Montado sobre unos
balancines de brújulas en el espacio central, se encontraba tan profundamente
encajado en la estructura de la embarcación que las ventanas estaban en lo alto de las
paredes, muy encima de las cabezas de los pasajeros. En conjunto, como remedio
para el mareo, Oliphant lo encontraba excesivo. Sin embargo, según parecía, el
público estaba fascinado por el novedoso empleo de una máquina de dimensiones
modestas, más o menos de la magnitud de un modelo de artillería, cuyo único fin era
mantener la sala tan nivelada como fuera posible. Esto se conseguía por medio de
algo que la prensa había bautizado como «retroalimentación». En cualquier caso, con
sendas palas a proa y a popa, el Bessemer cubría la distancia de veintiún millas que
separaban Dover y Calais en una hora y treinta minutos.
Oliphant hubiese preferido encontrarse sobre las cubiertas, de cara al viento; de
este modo tal vez habría podido imaginarse que se encaminaba a un fin más
importante y accesible. Pero el paseo del salón oscilante no tenía barandas de cara al
mar, sino solo una barandilla de hierro, y el viento del Canal era húmedo y frío. Y
además, se recordó, él ya solo tenía un objetivo, un objetivo que, según todos los
indicios, estaba condenado al fracaso.
Sin embargo... Sybil Gerard. Al leer el telegrama a Egremont había decidido no
pedir que buscaran su número. Temía que pudiera atraer una atención indeseada; y
con la Central de Estadística en manos de Antropometría Criminal era lo más
probable. Además, sospechaba que el archivo de Sybil Gerard podía no existir ya.
Walter Gerard de Manchester, enemigo jurado del progreso y agitador pro
derechos del hombre. Si Walter Gerard había tenido una hija, ¿qué había sido de ella?
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