Page 326 - La máquina diferencial
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una celosía de cristal y hierro.
               —No se preocupe, Lucien. Me alegro de haber tenido tiempo para aprovecharme
           de su hospitalidad. Su chef tiene una mano extraordinaria con el cordero; una carne

           sublime que nadie diría que nació de una cabra común.
               Arslau  sonrió.  Casi  tan  alto  como  Oliphant  y  más  ancho  de  hombros,  tenía
           cuarenta  años  de  edad  y  llevaba  la  canosa  barba  recortada  al  estilo  imperial.  Su

           chaleco estaba bordado con pequeñas abejas doradas.
               —He recibido su carta, claro. —Volvió a la mesa y tomó asiento en una silla de
           respaldo alto y tapizada en cuero verde oscuro. Oliphant se sentó en el sillón que

           había al otro lado de la mesa.
               —Debo admitir que siento curiosidad, Laurence, por lo que está ocurriendo. —
           Formó una V invertida con los dedos y miró a través de ellos enarcando las cejas—.

           La  naturaleza  de  su  petición  no  parece  justificar  las  precauciones  a  las  que  alude
           usted...

               —Al contrario, Lucien. Debe usted saber que no abusaría de este modo de nuestra
           amistad de no ser por la más acuciante de las razones.
               —Pero, amigo mío —dijo Arslau mientras le restaba importancia al asunto con un
           ademán—,  el  favor  que  me  ha  pedido  es  insignificante.  Entre  colegas,  caballeros

           como  nosotros,  eso  no  es  nada.  Simplemente  siento  curiosidad;  es  uno  de  mis
           numerosos  vicios.  Me  envía  usted  una  carta  por  valija  diplomática  imperial,  una

           proeza  nada  desdeñable  para  un  inglés,  aunque  ya  sé  que  conoce  usted  a  nuestro
           amigo  Bayard.  En  su  carta  solicita  mi  ayuda  para  encontrar  a  cierta  aventurera
           inglesa, nada menos. Cree usted que puede residir en Francia; sin embargo, también
           recalca la necesidad de actuar con el máximo de los secretos. En especial, subraya

           que no trate de comunicarme con usted, sea por telégrafo o por correo ordinario. Me
           pide que espere su llegada. ¿Qué tengo que pensar de esto? ¿Ha sucumbido usted

           finalmente a los encantos de alguna mujer?
               —Por desgracia, aún no.
               —Habida cuenta del modelo femenino que impera en Inglaterra, amigo mío, lo
           encuentro  totalmente  comprensible.  Demasiadas  de  sus  mujeres  aspiran  a  verse

           elevadas al nivel de la intelectualidad masculina, a escapar de los miriñaques, de las
           perlas  pulverizadas,  de  las  molestias  que  provoca  la  necesidad  de  la  belleza  y  de

           cualquier  cosa  relacionada  con  volverse  gratas  a  la  vista.  ¡Si  esto  continúa,  qué
           utilitaria y completamente desagradable se tornará la vida de los ingleses! En tal caso,
           pregunto, ¿ha cruzado el canal para encontrar a una aventurera inglesa? Son bastante

           duchas a la hora de esconderse. Y no estoy hablando —sonrió— de los orígenes de
           nuestra propia emperatriz.
               —Usted mismo nunca ha estado casado, Lucien —comentó Oliphant tratando de

           desviar el tema.




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