Page 325 - La máquina diferencial
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¿Y si la había arruinado, tal como ella misma aseguraba, Charles Egremont?
               Empezó  a  dolerle  la  cabeza.  Bajo  el  rígido  brocado  de  la  silla,  tejido  por  una
           Jacquard con imágenes repetidas del Bessemer, el relleno de crin de caballo estaba

           helado.
               Pero al menos, se recordó, había escapado temporalmente al blando y negro pozo
           de la bañera suiza del doctor McNeile.

               Dejó  el  brandy  sin  terminar  a  un  lado,  asintió  con  la  cabeza  y  se  echó  un
           sueñecito.
               Y soñó, quizá, con el Ojo.

               El Bessemer atracó en Calais a la una y media.





           Los apartamentos de monsieur Lucien Arslau estaban en Passy. A mediodía Oliphant
           le entregó su tarjeta al concierge, quien la envió al piso de monsieur a través de un
           tubo neumático. Casi inmediatamente, el silbato del tubo locutorio de níquel pitó dos

           veces; el concierge se llevó el embudo a la oreja. Oliphant distinguió vagamente unas
           palabras en francés pronunciadas en alta voz.
               El concierge lo acompañó al ascensor.

               Al  llegar  al  quinto  piso,  le  abrió  la  puerta  un  criado  de  librea  que  llevaba  un
           pañuelo  de  tela  de  Nápoles  sujeto  con  un  alfiler  corso.  El  joven  logró  hacer  una
           reverencia  sin  apartar  los  ojos  de  Oliphant.  Monsieur  Arslau  lamentaba,  dijo,  no

           poder  recibir  a  monsieur  Oliphant  en  ese  momento;  mientras  esperaba,  ¿querría
           monsieur Oliphant refrescarse de algún modo?
               Oliphant declaró que apreciaría mucho la oportunidad de tomar un baño. Y una

           cafetera sería también muy de agradecer.
               Lo llevaron por un amplio salón, rico en satén y pan de oro, camarines repujados,
           bronces,  estatuas  y  porcelanas,  donde  el  emperador,  con  sus  ojos  de  lagarto,  y  su

           elegante emperatriz, la antigua señora Howard, miraban desde sendos óleos. Y luego
           a  través  de  una  salita  con  grabados  por  todos  lados.  Una  elegante  escalera  curva
           ascendía desde una antecámara octogonal.

               Unas dos horas después, tras haberse bañado en una bañera con bordes de mármol
           y dotada de una solidez gratificante, haber tomado un cargado café francés, cenado
           unas  chuletas  à  la  Maintenon,  y  haberse  puesto  una  ropa  interior  mucho  más

           almidonada de lo que le hubiera gustado que le entregó la servidumbre, lo llevaron al
           estudio de monsieur Arslau.
               —Señor  Oliphant  —dijo  Arslau  en  un  inglés  excelente—.  Es  un  gran  placer.

           Lamento no haber podido recibirlo antes, pero... —Hizo un ademán hacia una amplia
           mesa de caoba repleta de carpetas y documentos. Del otro lado de una puerta cerrada
           llegaba  el  continuo  traqueteo  de  una  máquina  telegráfica.  De  la  pared  colgaba  un

           grabado enmarcado de la Gran Napoleón, cuyos poderosos engranajes se alzaban tras


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