Page 323 - La máquina diferencial
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chaqueta borgoña que estaba revolviendo las puntas de cigarro de una urna de
mármol llena de arena—, ¿podría indicarme dónde se encuentra la oficina del
administrador del club?
Cincuenta y cinco minutos después, tras haber recorrido las instalaciones del club
de un lado a otro, haber visto el álbum fotográfico con las «algazaras» anuales del
Lambs, haber solicitado el ingreso y haber pagado una cantidad nada desdeñable
como tasa de entrada a través de su número del Crédito Nacional, Oliphant le
estrechó la mano al adusto administrador, le entregó un billete de una libra y solicitó
que lo llevara hasta la entrada de servicio más discreta que tuviera el club.
Esta era la puerta de la antecocina, que daba exactamente al tipo de callejuela
húmeda y angosta que esperaba.
Un cuarto de hora después se encontraba en el salón público de un abarrotado bar
de Bedford Road, revisando el texto del telegrama que una tal Sybil Gerard había
enviado a Charles Egremont, parlamentario de Belgravia.
—Perdí a mis dos chicos en Crimea, jefe. ¿No viene de ahí ese telegrama?
Oliphant dobló la hoja de papel cebolla y la guardó en su pitillera. Observó su
reflejo distorsionado en el zinc bruñido de la barra. Se volvió hacia su vacío vaso.
Miró a la mujer, una vieja miserable, vestida con unos harapos que habían cobrado un
color para el que no existía un nombre, y con las mejillas sonrosadas por el efecto de
la ginebra bajo una pátina de mugre.
—No —dijo—. Esa tragedia no es la mía.
—Mi chico se llamaba Roger —dijo ella—. Y el otro Tommy. Y no han mandado
nada de ellos. Nada.
Le dio una moneda. Ella le dio las gracias con un murmullo y se retiró.
Oliphant pareció perdido por un momento. Estaba totalmente solo. Era hora de
buscar un coche.
En el lúgubre y elevado vestíbulo de la gran estación parecían mezclarse un millar de
voces, los elementos constituyentes del lenguaje, reducidos al equivalente auditivo de
una neblina, homogénea e impenetrable.
Oliphant, caminando a un paso medido y parsimonioso, reservó un billete de
primera clase para Dover en el expreso de las diez de la mañana. El vendedor de
billetes introdujo su tarjeta del Crédito Nacional en la máquina y tiró de la palanca
con fuerza.
—Quiero un billete para el primer tren de la mañana a Ostende. —Fingiendo que
acababa de ocurrírsele, mientras guardaba los billetes y la tarjeta del Crédito Nacional
en su billetera, pidió también un pasaje de segunda clase en el barco de medianoche a
Calais.
—¿Quiere salir esta noche, señor?
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