Page 319 - La máquina diferencial
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lo llevó hasta un grupo de policías metropolitanos, a algunos de los cuales saludó por
           su nombre de pila.
               —En respuesta a su pregunta, señor Oliphant —dijo Fraser mientras los policías

           dejaban a la estruendosa multitud detrás de un muro de sarga azul y botones de metal
           —, no lo sé. Pero lo tenemos.
               —¿De veras? ¿Y con qué autoridad?

               —Ninguna, salvo mi propio criterio —dijo Fraser—. Aquí Harris lo encontró en
           el coche, antes de que llegara Antropometría. —Fraser esbozó algo muy parecido a
           una sonrisa—. A los chicos del cuerpo no les gustan demasiado los de Antropometría.

           Son unos malditos aficionados, ¿verdad, Harris?
               —Sí, señor —dijo un policía metropolitano de mostacho rubio—. Eso es lo que
           son.

               —¿Dónde está, pues? —preguntó Oliphant.
               —Aquí,  señor.  —Harris  sacó  un  saco  barato  de  tela  negra—.  Tal  como  lo

           encontramos.
               —Señor Oliphant, creo que es mejor que se lleve eso cuanto antes —dijo Fraser.
               —En efecto, Fraser. Estamos de acuerdo. Diga al agente de la División Especial
           que ya no necesitaré el coche. Gracias, Harris. Buenas noches. —El grupo de policías

           se abrió con suavidad. Oliphant, con el saquito en la mano, caminó con paso decidido
           entre  la  multitud  que  se  disputaba  los  mejores  sitios  para  ver  los  soldados  y  las

           pantallas de tela.
               —Perdone,  señor,  ¿tendría  una  moneda?  Oliphant  se  encontró  con  el  entrecejo
           fruncido y los ojos castaños del pequeño Boots, la viva imagen de un jockey lisiado.
           Cosa que no era. Le tiró un penique.

               Boots  lo  cogió  con  habilidad,  antes  de  echar  a  andar  con  una  marcada  cojera.
           Apestaba a fustaño húmedo y caballa ahumada.

               —Hay problemas, jefe. Becky se lo contará. —Giró sobre sus talones y se alejó
           con paso decidido sin dejar de murmurar, como un auténtico mendigo en busca de
           una caridad más generosa.
               Era uno de los dos mejores espías de Oliphant.

               La  otra,  Becky  Dean,  apareció  a  su  lado  cuando  se  acercaba  a  la  esquina  de
           Chancery Lane. Estaba caracterizada, con notable fidelidad, como una desvergonzada

           prostituta de tacones altos.
               —¿Dónde  ha  ido  Betteridge?  —preguntó  Oliphant  como  si  estuviera  hablando
           solo.

               —Se lo han llevado —dijo Becky Dean—. No hace ni tres horas.
               —¿Quién?
               —Dos hombres en un coche de caballos. Lo estaban siguiendo. Betteridge se dio

           cuenta y nos ordenó que los vigiláramos.




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