Page 315 - La máquina diferencial
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haciendo caso omiso del desliz lingüístico del muchacho.
—Muy bien, tío Larry —y una sombra de ansiedad cruzó su rostro—, pero me
temo... me temo que se ha... se ha roto, ¿sabes? —Señaló la muñeca japonesa que
yacía desconsoladamente, apoyada en una de las patas de la enorme cama, en medio
de un revuelto mar de latón litografiado y plomo pintado. Un fragmento alargado y
afilado de un material traslúcido sobresalía de manera grotesca de su preciosa túnica
—. Es un muelle, ¿sabes? Pensé que estaba demasiado apretada, tío Larry. Se salió a
la décima vuelta.
—Los japoneses meten muelles hechos de hueso de cocodrilo en sus muñecas,
Affie. «Barbas de ballena», los llaman. Aún no han aprendido a fabricar auténticos
muelles, pero pronto lo harán. Y entonces sus muñecas no se romperán con tanta
facilidad.
—Padre dice que eres demasiado amable con tu japonés —dijo Alfred—. Dice
que crees que son iguales que los europeos.
—¡Y así es, Affie! En la actualidad, sus aparatos mecánicos son inferiores debido
a que no dominan las ciencias aplicadas. Pero algún día, en el futuro, puede que
lleven a la civilización a cotas insospechadas. Ellos y puede que también los
americanos... El muchacho le dirigió una mirada dubitativa.
—A padre no le gustaría nada eso que acabas de decir. —
Ya me lo imagino. Oliphant pasó la media hora siguiente de rodillas sobre la
alfombra, asistiendo a la demostración de una máquina francesa de juguete, activada,
al igual que su prima la Gran Napoleón, por aire comprimido. La pequeña máquina
utilizaba cinta telegráfica en lugar de tarjetas, lo que le recordó a Oliphant su carta a
M. Arslau. A esas alturas Bligh ya habría estado en la embajada francesa. Con toda
probabilidad, la carta ya estaría de camino a París por valija diplomática.
Alfred estaba conectando su máquina a un quinótropo en miniatura. Hubo un
golpeteo ceremonial en la puerta. En las puertas de Buckingham Palace nadie llamaba
a golpes. Oliphant se incorporó y, al abrir la puerta, se encontró con el rostro familiar
de Nash, un valet-de-chambre del palacio cuyas especulaciones con acciones
ferroviarias lo habían convertido durante breve tiempo en asiduo y renuente visitante
de la Oficina de Fraude de la policía metropolitana. Las influencias de Oliphant
habían conseguido que el asunto quedara enterrado, una generosidad bien invertida,
veía ahora este, por el aire de genuina atención y respeto con el que Nash lo miraba.
—Señor Oliphant —le anunció el hombre—. Ha llegado un telegrama. Es muy
urgente.
La velocidad del vehículo de la División Especial contribuía en no poca medida a la
sensación de incomodidad que embargaba a Oliphant. Ni el propio Padrenuestro
habría podido pedir algo más veloz y más radicalmente aerodinámico.
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