Page 83 - La máquina diferencial
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asegurarse de su existencia física. Algo en el objeto pareció azuzarla y obligarla a
           reconocer su propia angustia.
               —¿Querrá  guardármela,  señor?  —preguntó  por  fin  a  Mallory.  La  voz  suave

           temblaba con aquel ruego extraño y lastimoso—. ¿Querrá guardármela y custodiarla?
               —Por supuesto —respondió Mallory, conmovido a pesar de todo—. Por supuesto
           que se la guardaré, todo el tiempo que desee, señora.

               Fueron subiendo poco a poco por las tribunas hasta las escaleras alfombradas que
           conducían al recinto real. A Mallory le ardía la pierna, y tenía el pantalón pegajoso a
           causa de la sangre. Se sentía más mareado de lo que él pensaba que debería tras una

           herida  tan  pequeña.  Algo  en  el  extraño  discurso  de  la  mujer  y  en  su  porte,  más
           insólito  todavía,  se  le  había  subido  a  la  cabeza.  O  quizá,  lo  asaltó  un  siniestro
           pensamiento,  algún  tipo  de  veneno  cubría  el  estilete  del  ojeador.  Se  arrepintió

           entonces  de  no  haber  recogido  el  arma  para  un  análisis  posterior.  Quizá  también
           habían narcotizado a aquella orate de algún modo; era bien probable que su acción

           hubiera echado por tierra una oscura conjura para secuestrarla.
               Bajo ellos se había despejado la pista para la siguiente carrera de faetones. Cinco
           inmensos  vehículos  (y  el  diminuto  Céfiro,  con  su  forma  de  caramelo)  estaban  ya
           colocándose  en  sus  puestos.  Mallory  se  detuvo  un  instante  angustioso  para

           contemplar  la  frágil  nave  de  la  que,  de  una  forma  tan  absurda,  dependía  ahora  su
           fortuna. La mujer aprovechó ese momento para soltarle el brazo y apresurarse hacia

           las paredes blanqueadas del palco real.
               Mallory, sorprendido, cojeó tras ella a toda prisa. La mujer se detuvo un momento
           en la puerta al lado de un par de guardas, policías de paisano al parecer, muy altos y
           en plena forma. La dama se apartó el velo con un gesto rápido, fruto de la costumbre,

           y Mallory pudo echar el primer vistazo de verdad a aquel rostro.
               Era  Ada  Byron,  la  hija  del  primer  ministro.  Lady  Ada  Byron,  la  reina  de  las

           máquinas.
               La dama se deslizó al interior tras dejar a los guardas atrás, sin siquiera echar un
           simple  vistazo  a  su  espalda  ni  decir  una  sola  palabra  de  agradecimiento.  Mallory,
           cargado con la caja de palisandro, se precipitó tras ella de inmediato.

               —¡Espere! —exclamó—. ¡Señoría!
               —¡Un momento, señor! —lo detuvo el policía más grande con bastante cortesía.

           Levantó una mano fornida y miró de arriba abajo a Mallory. Observó el estuche de
           madera y la pernera humedecida, y la boca parcialmente oculta por un mostacho se
           torció en una mueca desaprobatoria—. ¿Está usted invitado al recinto real, señor?

               —No —admitió Mallory—. Pero tiene que haber visto a lady Ada pasar por aquí
           hace un momento. Le ha ocurrido algo bastante desafortunado y temo que esté un
           poco disgustada. Yo pude serle de alguna ayuda...

               —¿Su nombre, señor? —espetó el segundo policía.




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