Page 80 - La máquina diferencial
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—¿Qué es esto? —contraatacó Mallory.
               —Entrégueme esa caja ahora mismo o será peor para usted. Mallory se quedó
           mirando al hombrecillo, bastante sorprendido por aquella osada amenaza. Estuvo a

           punto de soltar una carcajada, y lo habría hecho de no ser porque los ojos avisados
           que se ocultaban detrás de los anteojos tenían un brillo enloquecido, como los de un
           adicto al láudano.

               Con gesto exagerado, Mallory colocó el estuche entre sus botas embarradas. —
           Señora —la llamó—, bájese si lo desea. Estas personas no tienen ningún derecho a
           obligarla...

               El ojeador se apresuró a echar mano al llamativo abrigo azul y se lanzó hacia
           delante  como  el  muñeco  de  resorte  de  una  caja  sorpresa.  Mallory  lo  esquivó
           empujándolo con la mano abierta, y sintió una sacudida que le escoció y le rasgó la

           pierna izquierda.
               El ojeador trastabilló, recuperó el equilibrio y volvió a saltar con un gruñido. En

           su mano vio un delgado destello de acero.
               Mallory  era  un  avezado  discípulo  del  sistema  de  boxeo  científico  del  señor
           Shillingford. Cuando estaba en Londres se entrenaba todas las semanas en uno de los
           gimnasios privados mantenidos por la Real Sociedad, y los meses que había pasado

           en los campos de Norteamérica le habían servido de introducción a las riñas callejeras
           más toscas.

               Esquivó  el  brazo  atacante  con  el  antebrazo  izquierdo  y  lanzó  el  puño  derecho
           contra la boca de su rival.
               Pudo echar un breve vistazo al estilete que cayó sobre la hierba pisoteada: una
           hoja de doble filo estrecha y cruel, el mango de gutapercha negra. Entonces se le echó

           encima el hombre, que sangraba por la boca. No había método alguno en su ataque.
           Mallory se colocó en la primera postura de Shillingford y se lanzó a por la cabeza del

           villano.
               En ese momento la multitud, que se había apartado del intercambio inicial y del
           destello del acero, se cerró alrededor de los combatientes como un círculo interno
           compuesto  por  trabajadores  y  por  los  apostadores  que  se  aprovechaban  de  ellos.

           Formaban  una  caterva  fornida  y  ruidosa,  encantada  de  ver  cómo  se  derramaba  un
           poco de clarete en circunstancias tan inesperadas. Cuando Mallory alcanzó al hombre

           en plena barbilla con uno de sus mejores golpes lo aclamaron; después levantaron al
           tipo, que había caído entre ellos, y lo volvieron a arrojar hacia delante, justo a tiempo
           para el siguiente golpe. El dandi se desplomó sobre el suelo. La seda de color salmón

           de su pañuelo estaba salpicada de sangre.
               —¡Te  destruiré!  —le  dijo  desde  el  suelo.  Uno  de  sus  dientes,  parecía  que  un
           colmillo, se había hecho pedazos sanguinolentos.

               —¡Cuidado! —gritó alguien. Mallory se volvió al oír la voz. La mujer pelirroja se




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