Page 85 - La máquina diferencial
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—De eso nada —objetó el mayor—. El tipo llevaba un casco de lo más elegante.
               —No se mueve, señor.
               —Si los italianos no pueden competir como debe ser en el campo técnico, aquí no

           tienen nada que hacer —replicó el mayor con tono firme.
               Un  rugido  de  agradecimiento  se  elevó  entre  la  multitud  cuando  los  laboriosos
           caballos sacaron de la pista el vapor averiado.

               —¡Ahora sí que veremos un poco de deporte decente! —dijo el mayor.
               Mallory,  en  su  tensa  espera,  se  encontró  abriendo  la  caja  de  palisandro;  los
           pulgares  se  movían  por  los  pequeños  cierres  de  latón  como  si  tuvieran  voluntad

           propia. El interior, forrado de paño verde, albergaba una gran pila de tarjetas de color
           blanco lechoso. Sacó una del centro del montón. Era una tarjeta perforada, cortada
           con un calibre especial francés y hecha de un material artificial desconcertantemente

           liso. Una esquina mostraba una anotación manuscrita, «#154», con una desvaída tinta
           de color malva.

               Mallory volvió a colocar la tarjeta con cuidado en su sitio y cerró la caja.
               Ondeó una bandera y partieron los faetones.
               El  Goliat  y  el  Vulcan  francés  se  colocaron  de  inmediato  en  cabeza.  El
           desacostumbrado retraso (el retraso fatal, pensó Mallory con el corazón destrozado)

           había enfriado la diminuta caldera del Céfiro, lo que provocaría sin duda un pérdida
           vital de impulso. El Céfiro rodaba tras las máquinas más grandes, tropezando de una

           forma casi cómica en las profundas rodadas que los otros dejaban. No parecía capaz
           de conseguir una tracción adecuada.
               Mallory no se sorprendió demasiado. Lo inundó una fatal resignación.
               El  Vulcan  y  el  Goliat  comenzaron  a  disputarse  el  primer  puesto  en  la  primera

           curva. Los otros tres faetones se colocaron en fila india tras ellos. El Céfiro, de forma
           bastante absurda, dibujó la curva más ancha posible, muy lejos de las huellas de las

           otras naves. El maestro de segundo grado Henry Chesterton, al volante del diminuto
           faetón, parecía haberse vuelto loco. Mallory contempló el espectáculo con la calma
           aturdida de un hombre arruinado.
               Y  entonces  el  Céfiro  se  precipitó  con  un  estallido  imposible  de  velocidad.

           Sobrepasó  a  los  otros  faetones  con  una  facilidad  absurda,  engrasada,  como  una
           resbaladiza semilla de calabaza al ser apretada entre el pulgar y el índice. En la curva

           de  la  media  milla  su  velocidad  era  asombrosa,  tal  que  se  tambaleaba  de  forma
           ostensible sobre dos ruedas. En el tramo final, la velocidad volvió a repuntar de golpe
           y el vehículo entero empezó a deslizarse claramente por el aire. Las grandes ruedas

           motrices rebotaban en la tierra con una salpicadura de polvo y un chirrido metálico.
           Solo en ese momento se dio cuenta Mallory de que la multitud en las tribunas se
           había sumido en un silencio mortal.

               Ni un murmullo se elevó entre los espectadores cuando el Céfiro cruzó zumbando




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