Page 84 - La máquina diferencial
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—Edward...  Miller  —soltó  Mallory.  Un  repentino  escalofrío  de  suspicacia
           protectora lo envolvió en el último momento.
               —¿Me  permite  ver  su  tarjeta  de  ciudadano,  señor  Miller?  —solicitó  el  primer

           policía—.  ¿Qué  hay  en  esa  caja  que  lleva?  ¿Me  permite  mirar  en  el  interior,  por
           favor?
               Mallory apartó la caja y dio un paso atrás. El policía clavó los ojos en él con una

           mezcla variable de desdén y suspicacia.
               Se  produjo  entonces  un  estruendoso  estallido  en  la  pista.  El  vapor  silbaba  al
           escapar por una junta rota del faetón italiano y velaba las tribunas como si fuera un

           géiser. Sucedió un pequeño momento de pánico en las gradas, y Mallory aprovechó la
           oportunidad para alejarse cojeando. Los policías, preocupados quizá por la seguridad
           de su emplazamiento, decidieron no perseguirlo.

               Mallory  bajó  corriendo  las  tribunas  sin  poder  pisar  muy  bien,  y  se  perdió  en
           cuanto  pudo  entre  la  multitud.  Algo  parecido  al  instinto  de  supervivencia  le  hizo

           quitarse  de  la  cabeza  la  gorra  rayada  de  ingeniero  y  metérsela  en  el  bolsillo  del
           abrigo.
               Encontró un lugar en las tribunas, a varios metros del recinto real. Colocó la caja
           de cierres de latón sobre las rodillas. Había una raja insignificante en la pernera de su

           pantalón, pero la herida todavía rezumaba un poco. Confuso, se sentó con una mueca
           y apretó la palma de la mano contra la dolorosa lesión.

               —Maldición —dijo un hombre sentado en un banco detrás de él, con una voz
           cargada  de  confianza  y  alcohol—.  Esa  salida  en  falso  rebajará  la  presión.  Es  una
           simple cuestión de calor específico. Lo que significa que seguro que gana la caldera
           más grande.

               —¿Y cuál es, entonces? —preguntó el compañero del individuo, quizá su hijo. El
           hombre rebuscó en una hoja de apuestas. —Es el Goliat. El bólido de lord Hansell.

           La  nave  hermana  ganó  el  año  pasado.  Mallory  bajó  la  vista  y  contempló  la  pista
           pisoteada  por  los  cascos  de  los  caballos.  Estaban  sacando  al  conductor  del  bólido
           italiano en una camilla, después de extraerlo con cierta dificultad de los apretados
           confines  de  la  carlinga.  Una  columna  de  vapor  sucio  seguía  elevándose  desde  la

           grieta de la caldera. Los empleados de la carrera engancharon un tiro de caballos al
           armatoste incapacitado.

               El fuste de la chimenea de los otros bólidos seguía expulsando con viveza sus
           altos penachos blancos. Las almenas de latón pulido que coronaban el fuste del Goliat
           resultaban especialmente impresionantes. Empequeñecía por completo la chimenea

           esbelta,  peculiar  y  exquisita  del  Céfiro  de  Godwin,  reforzada  con  alambres  que
           repetían en una sección transversal la fórmula aerodinámica de la lágrima.
               —¡Es terrible! —opinó el más joven—. El estallido casi le arranca la cabeza al

           pobre extranjero.




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