Page 89 - La máquina diferencial
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—¡Sí, por favor!
               Mallory, poco acostumbrado a cerrar la parrilla pneumática, hurgó con torpeza en
           el cierre de hojalata dorada. Un cilindro de gutapercha negra salió como un tiro del

           tubo, como si lo hubiera disparado un arma, e impactó con un ruido seco contra la
           pared contraria. Mallory se apresuró a recuperarlo y observó sin demasiada sorpresa
           que la pared de yeso empapelado ya estaba salpicada de muescas. Desenroscó la tapa

           del  cilindro  y  lo  sacudió  para  extraer  el  contenido.  «Señor  Laurence  Oliphant»,
           rezaba una suntuosa tarjeta de color crema. «Escritor y periodista». Una dirección de
           Piccadilly y un número telegráfico. Un periodista con pretensiones, a juzgar por su

           tarjeta. Un nombre que resultaba vagamente familiar. ¿No había leído algo de un tal
           Oliphant en Blackwood’s? Dio la vuelta a la tarjeta y examinó el retrato mecánico
           punteado  de  un  caballero  de  cabellos  pálidos  que  se  estaba  quedando  calvo  por

           delante. Grandes ojos castaños de cocker spaniel, una pequeña sonrisa socarrona, un
           rastrojo de barba bajo el mentón. Con la barba y las entradas, el estrecho cráneo del

           señor Oliphant parecía alargado como el de un iguanodonte.
               Metió la tarjeta en su cuaderno y echó un vistazo a la habitación. La cama estaba
           cubierta  con  los  restos  de  sus  compras:  recibos  de  cargo,  papel  de  seda,  cajas  de
           guantes, hormas de zapatos.

               —¡Por favor, dígale al señor Oliphant que lo veré en el vestíbulo!
               Se llenó a toda prisa los bolsillos de los pantalones nuevos, salió de la habitación,

           cerró la puerta con llave y se dirigió hacia su cita, dejando atrás las paredes blancas
           de  piedra  caliza  salpicadas  de  fósiles  y  enmarcadas  por  fatigadas  columnas  de
           mármol negro y anticuado. Sus zapatos nuevos chirriaban con cada paso que daba.





           El  señor  Oliphant,  inesperadamente  largo  y  vestido  con  pulcritud,  aunque  también
           con suntuosidad, se había reclinado sobre la recepción y daba la espalda al empleado.

           Apoyaba los codos en el mostrador de mármol y cruzaba los pies a la altura de los
           tobillos.  La  descuidada  postura  del  periodista  transmitía  la  fácil  indolencia  del
           deportista  de  buena  cuna.  Mallory,  que  había  conocido  a  una  buena  cantidad  de

           reporteros de tres al cuarto, gacetilleros que buscaban cándidos artículos sobre el gran
           Leviatán,  registró  una  leve  punzada  de  ansiedad:  aquel  tipo  evidenciaba  el  sereno
           dominio personal de los aventajados en extremo.

               Mallory se presentó y descubrió una fuerza fibrosa en la mano de dedos largos del
           periodista.
               —Vengo por un asunto de la Sociedad Geográfica —anunció Oliphant con voz lo

           bastante alta para que lo oyera un grupo cercano de intelectuales ociosos—.
               Comité de Exploración, ¿sabe? Me preguntaba si sería posible consultarle cierto
           tema, doctor Mallory.

               —Por supuesto —respondió este. La Real Sociedad Geográfica disponía de unos


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