Page 88 - La máquina diferencial
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Tercera iteración
Faroles oscuros
Imaginémonos a Edward Mallory ascendiendo por la espléndida escalera central del
Palacio de Paleontología, con su inmensa barandilla de ébano sostenida por un
forjado esmaltado en negro que muestra antiguos helechos, cicadáceas y gingos.
Digamos que lo sigue un botones de rostro enrojecido, cargado con una decena de
paquetes satinados, fruto de una larga tarde de cuidadosas y metódicas compras.
Mientras sube, Mallory ve que lord Owen baja, no sin cierto esfuerzo, su enorme
cuerpo por las escaleras, con una expresión malhumorada en los ojos legañosos. Los
ojos del distinguido anatomista de reptiles, piensa Mallory, se parecen a unas ostras
en su concha, sin cáscara y preparadas para la disección. Se quita el sombrero. Owens
murmura algo que podría ser un saludo.
En la curva del primer y amplio rellano, Mallory ve un grupo de estudiantes
sentados al lado de la ventana abierta; debaten en voz baja mientras cae el crepúsculo
sobre los gigantes de yeso que descansan agazapados en los jardines de roca del
palacio.
Una brisa agita las largas cortinas de lino.
Mallory se giró a la derecha, luego a la izquierda, ante el espejo del armario. Se
desabrochó el abrigo y metió las manos en los bolsillos del pantalón para mejor lucir
el chaleco, tejido con un vertiginoso mosaico de diminutos cuadrados azules y
blancos. Las damas de Ada, los llamaban los sastres, ya que había sido tal señora la
que había creado el estampado, programando un telar Jacquard de modo que tejiera
álgebra pura. El chaleco lo decía todo, pensó, aunque todavía le hacía falta algo,
quizá un bastón. Abrió de un capirotazo el cierre de la cigarrera y ofreció un
magnífico habano al caballero del espejo. Un gesto elegante, pero uno no podía llevar
una cigarrera de plata bajo el brazo como si fuese un manguito de señora. Sin duda,
eso resultaría excesivo.
Unos bruscos golpecitos metálicos surgieron del tubo acústico colocado en la
pared, al lado de la puerta. El paleontólogo cruzó la habitación y de un golpecito
abrió la tapa de latón forrada de caucho.
—¡Mallory! —bramó mientras se inclinaba.
La voz del recepcionista subió hasta él como un espectro apagado.
—¡Una visita para usted, doctor Mallory! ¿Le envío su tarjeta?
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