Page 79 - La máquina diferencial
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interior de la carroza eran mujeres.
               Una  de  ellas,  tocada  con  un  velo,  lucía  un  vestido  oscuro,  casi  masculino,  y
           cuando la carroza se detuvo se levantó vacilante y buscó a tientas la puerta. Intentó

           bajarse con el bamboleo de un borracho, pues le estorbaba en las manos una caja
           alargada de madera, similar al estuche de un instrumento musical. Pero entonces la
           segunda mujer agarró con violencia a su compañera del velo, tiró hacia atrás de ella y

           la obligó a sentarse.
               Mallory, que todavía sujetaba el arnés de cuero, contempló la escena asombrado.
           La  segunda  mujer  era  una  fulana  pelirroja  que  lucía  unas  prendas  llamativas  más

           adecuadas  para  un  bar  de  mala  muerte,  o  algo  peor.  Sus  bonitos  rasgos  pintados
           quedaban acentuados por una expresión de absoluta y sobria determinación.
               Mallory vio que la fulana pelirroja le pegaba a la dama del velo. Fue un golpe tan

           calculado  como  furtivo:  le  había  hundido  los  nudillos  en  las  costillas  con  una
           brutalidad  fruto  de  la  práctica.  La  mujer  del  velo  se  dobló  y  se  derrumbó  en  su

           asiento.
               Aquello obligó a Mallory a tomar medidas inmediatas. Corrió hacia el costado de
           la carroza y abrió de un tirón la puerta barnizada.
               —¿Qué significa todo esto? —gritó.

               —Lárguese —le sugirió la fulana.
               —Le he visto pegar a esta dama. ¿Cómo se atreve?

               La  carroza  volvió  a  ponerse  en  movimiento  y  a  punto  estuvo  de  derribar  a
           Mallory. Este se recuperó de inmediato, corrió y sujetó el brazo de la dama.
               —¡Deténganse ahora mismo!
               La dama se puso de nuevo en pie. Bajo el velo negro, su rostro redondo y dulce

           mostraba una expresión relajada y soñadora. Volvió a intentar bajarse, al parecer sin
           darse  cuenta  de  que  el  carruaje  estaba  en  movimiento.  No  lograba  mantener  el

           equilibrio. Con un gesto bastante natural y distinguido, entregó a Mallory la larga
           caja de madera.
               Este  trastabilló  y  sujetó  la  caja  con  las  dos  manos.  Se  alzaron  gritos  entre  la
           multitud  que  los  rodeaba:  la  descuidada  forma  de  conducir  del  ojeador  los  había

           puesto  furiosos.  El  carruaje  traqueteó  y  volvió  a  detenerse,  los  caballos  bufaron  y
           empezaron a corcovear.

               El conductor, encolerizado y tembloroso, tiró a un lado el látigo y bajó al suelo de
           un salto. Se dirigió hacia Mallory mientras apartaba a los espectadores a empellones.
           De un tirón se sacó del bolsillo un par de anteojos casi cuadrados y tintados de rosa, y

           se los colocó deslizándolos bajo el cabello aceitado de las sienes. Se detuvo delante
           de Mallory, cuadró los hombros caídos y extendió una mano cubierta con un guante
           de color amarillo. Su porte era autoritario.

               —Devuelva esa propiedad de inmediato —le ordenó.




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